Una de las interminables molestias de las tiendas en moneda libremente convertible en Cuba, además de la propia existencia del MLC como moneda y del relativo desabastecimiento, está en la lentitud de la conexión de las cajas, que provoca que se despachen diez clientes a un ritmo al que se podrían despachar cincuenta.
El hecho de que luego de un año no se haya resuelto ese asunto es sintomático de una de las más complejas enfermedades de la economía cubana: la obsesión del Estado por acaparar las divisas tan rápido como sea posible sin pensar en las consecuencias. Lo que importa es capturar la divisa en el instante en el que el generoso familiar en el extranjero la manda a la tarjeta. Lo que pase después no importa. En realidad, está claro, la divisa no llega a la tarjeta. Las tarjetas de MLC no contienen dólares reales. El valor de lo que está en la tarjeta descansa en la posibilidad de comprar en las tiendas en MLC, las únicas medianamente abastecidas del país. Su valor no es un valor propio, sino por sustracción: no hay otra alternativa, y la gente tiene que comer. Lo único que tiene que hacer el Estado para que los cubanos en el extranjero sigan mandando dólares a las tarjetas de MLC es encargarse de mantener críticamente desabastecidas las tiendas en cualquier otra moneda, trabajo que, hay que admitirlo, han hecho de maravilla.
Como sucedía con las tiendas en CUC, el Estado se ve a sí mismo como un gentil cuidador, que tiene que llenar los estantes de vez en cuando, más o menos, a como se pueda. Como resultado no solo se producen desabastecimientos, sino que se deforma el mercado, no hay una competitividad orgánica entre los productores. En un mercado ideal, el consumidor tiene acceso a todos los productos y los elige según su necesidad y su preferencia. En las tiendas en MLC, en cambio, el consumidor compra lo que encuentra: a veces busca un producto que no está, y como ha hecho la cola, compra otro. La lógica es que a fin de cuentas todo se pierde tarde o temprano, todo hará falta tarde o temprano. No hay por tanto un conteo eficiente de lo que los consumidores realmente necesitan y prefieren (es imposible que lo haya), y por tanto las importaciones y las distribuciones son caóticas. Si acaso, se intuye que hace falta abastecer de picadillo barato de vez en cuando, y eso es todo. Si las tiendas (como en los noventa) tuvieran que recaudar directamente los dólares en las cajas, y no en tarjetas cleptómanas, podemos estar seguros de que, en primer lugar, estarían bien abastecidas con cualquier producto que potencialmente tuviera una salida (y con el paso de los meses las tiendas se adaptarían más y más a las necesidades y preferencias exactas del consumidor), y en segundo lugar, se solucionarían las colas y los problemas como la lentitud en la conexión.
La enfermedad empezó cuando el CUC perdió el respaldo en dólares; es decir, cuando los billetes circulantes de CUC perdieron el respaldo en divisas que permitieran importar los productos que se vendían en los mercados en CUC. Otra consecuencia (de la que nadie habla) de la «inflación interna» del CUC fue que las empresas mixtas cubanas se fueron a la quiebra. Una vez que los productos que ofrecían (jabones, perfumes, cervezas, jugos, galletas) eran pagados por los consumidores mediante billetes sin respaldo, la parte cubana no podía pagarle a la parte extranjera todo lo que le debía, ni importar las materias primas con la rapidez necesaria. Esa fue la razón por la cual las cervezas nacionales fueron paulatinamente sustituidas en los estantes por cervezas extranjeras (mientras en las asambleas se llamaba hipócritamente a «sustituir importaciones por producciones nacionales»). La pérdida de valor del CUC arruinó las empresas que estaban haciendo crecer al país desde adentro, aquellas que empujaban la bola de nieve del mercado interno, o provocó que empezaran a vender sus productos por divisas auténticas en el extranjero, y de ahí salen las fotografías que llegan a la isla: en Europa los mismos productos que antes había en las TRD, mucho más baratos.
La unificación monetaria no fue tal. A principios de 2020 el CUC era una moneda nacional: solo hubo que fusionar dos nomenclaturas y múltiples tasas inútiles de cambio. Desde luego, la existencia de una moneda nacional no debería ser un problema, la trampa está en su valor fijo. Negar la existencia del mercado monetario (las fluctuaciones de valor que se producen entre las monedas del mundo) le ha costado a la economía cubana la pérdida de valor de dos monedas, primero el CUC y ahora el MLC, el desabastecimiento, las colas y la imposibilidad de crear industrias nacionales centradas en el mercado interno. El estado de negación del mercado monetario tal vez no dure para siempre, pero ¿quién va a asumir las responsabilidad por los sucesivos desastres que se han derivado de este? ¿Alguien va a aparecer en directo en televisión y va a pedir disculpas? ¿Será que esa decisión no la tomó nadie? ¿No la discutió nadie?
Y por otra parte, ¿aceptar el mercado monetario equivale automáticamente a abandonar la lógica del Estado como benefactor? ¿Qué va a pasar con la supuesta subvención del MLC al CUP? Los precios de las tiendas en MLC son despiadados con la justificación de que su plusvalor permite importar productos que se comercializarán en CUP. Eso significa que en definitiva el Estado puede hacer lo que quiera con las divisas reales que los cubanos en el extranjero mandan a las tarjetas de MLC: estructuralmente está pensado que el MLC no tenga respaldo absoluto en dólares. Puesto que las cuentas no son transparentes (de hecho, son secretas en extremo), si uno quiere puede creer que el resto de las divisas han ido a parar a los contadísimos productos en CUP que se esperan con antelación de días; pero también puede creer que han ido a parar a la construcción de los hoteles, que no se ha detenido pese a las nulas perspectivas de una recuperación a mediano plazo del mercado turístico. Una vez más todo queda reducido a una cuestión de fe.
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