Hace siete años Enmanuel Rufín Guerra se graduó de técnico medio en Bibliotecología. A esa hora, sin embargo, no siguió el camino más probable o acaso el más expedito. Enmanuel declinó la opción de trabajar en bibliotecas escolares o públicas, y abrió su propia librería, La Polilla.
“Nunca llegué a trabajar en la biblioteca de una escuela porque ahí solo pagaban trescientos pesos (cubanos) al mes, y con eso nadie puede seguir adelante. Pero sí aproveché la Bibliotecología… por mi propia cuenta”, recuerda Enmanuel mientras corrige la posición de los libros sobre los anaqueles de este peculiar negocio en un pequeño pueblo de Cuba.
“Empecé comprando textos que las personas tenían en sus casas y que no pensaban volver a leer nunca más. Aquí —en la librería— me he tenido que ocupar de todos los detalles. Compro, vendo, salgo a buscar…”, suspira, y apunta a los libros, a los estantes, al cuarto que su familia le cedió.
Enmamuel tiene una voz aguda, afectada por un accidente que evita. Huye. Ese mismo percance, quizás, impidió que pudiera continuar su carrera en la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas. “No supe, no pude seguir ese camino antes, ni me interesa ahora”, analiza enseguida, sin remordimientos.
A primera vista parece que en Placetas, una ciudad famosa por sus fundiciones de aluminio y por los altos niveles de producción de carne porcina, nadie “sobrevivirá” vendiendo libros.
“Es verdad que es difícil mantener la librería aquí porque no hay mucho público intelectual. Esto mismo en Santa Clara sería otra cosa. Allí hay muchos lectores, muchos estudiantes, muchos escritores; allí está la universidad. Y la demanda crece. Pero aquí no puedo dedicarme solo a vender libros, siempre tengo que convoyar este negocio con algo más”, sugiere, y esquiva los detalles.
“De todas maneras, siempre se vende algo. Uno tiene que buscar estrategias: cuando hay feria (del libro) en Santa Clara me voy a vender allá, en diferentes puntos. Hay que guapear, hay que moverse para todas partes…”
“Siempre he querido poner una librería en esa ciudad, cerca de El Mejunje o del Tren Blindado. Ya probé por un mes y logré vender, aunque después tuve que cerrar porque no conseguía alquiler. El arrendamiento de un espacio cuesta alrededor de un dólar diario —no es tan caro—, pero no hay muchas posibilidades de encontrar una buena posición, céntrica, en el paso de la gente”.
Aunque Enmanuel sueña con extender “el negocio” a una ciudad más cosmopolita no pretende cerrar su librería actual. “Mantendría esta aquí y, a la vez, llevaría los libros más demandados a Santa Clara, si pudiera mantener un espacio allá”, anhela, sin perder de vista que La Polilla supera en su gestión al único establecimiento estatal dedicado a la venta y la promoción de la literatura en Placetas, ahora mismo reducido a su mínima expresión por razones constructivas.
Hoy, en La Villa de los Laureles, nadie más le hace la competencia. “Yo siempre me estoy moviendo detrás de los libros, los persigo dondequiera que estén. Me llamas hoy para venderme, y mañana estoy en tu casa. Siempre quiero satisfacer a los clientes. Y cuando no tengo lo que buscan, salgo a la calle… y lo encuentro. En cambio, en la librería (estatal) de aquí un día dijeron que no compraban más libros de uso, y solo se quedaron con lo último que entraba. No importó que mucha gente buscara ediciones de obras literarias clásicas, libros más viejos”.
Enmanuel está removiendo los dados de su propia suerte. Y no duda, no retrocede, no se amilana por abrir las puertas de su librería cuando otros, a media cuadra, inauguran cafés, y estudios fotográficos, y talleres de reparación de teléfonos móviles.
“No pienso dejar el negocio de la librería porque me gusta, y porque no tengo nada mejor que hacer —afirma, o se reafirma—. No me voy a ir a trabajar a una cochiquera, eso está claro. La Polilla no me da mucho dinero, pero yo disfruto levantarme todas las mañanas y poner mis libros en el portal hasta que pasa alguien y me comenta una novela, un cuento. No es lo mismo vender libros que vender viandas”.
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