Estos rostros cuentan historias que denotan la degradación estructural que hoy sufre la sociedad. Realidades que no resultan de interés para quienes construyen la narrativa triunfalista del Gobierno.
Aunque no todos los protagonistas del texto se muestran en las imágenes, todas las imágenes pudieran contar sus historias: brechas sociales, vivencias cotidianas que son parte del relato de la subsistencia forzada ante las incumplidas promesas de igualdad.
Todos los días, sobre las seis o siete de la mañana, Juan guarda en su mochila la vieja zapatilla, muda de ropa, libro u otro objeto que, más tarde, intentará vender en Obispo.
La tarde anterior recorrió Centro Habana y La Habana Vieja en busca de los contenedores de basura en los que se abastece de nuevos artículos. Así anduvo varias horas hasta encontrar lo que, a su entender, le garantizará la comida del día.
Duerme en un edificio abandonado en riesgo de derrumbe. Juan no es el único. Junto a él, varias personas sin hogar han tomado el lugar a pesar de la negativa de las autoridades.
«Yo prefiero estar ahí o dormir en la calle antes que irme para un albergue. Fui a uno hace unos meses y aquello era un infierno. Nos maltrataban. Me robaban las cosas que conseguía pa´ la lucha. Me escapé. Además, estaba lejísimo. Aquí puedo buscar comida. Y fíjate que, a veces, la policía me bota de Obispo pero yo viro. Siempre estoy por aquí», comenta.
A pocos metros de allí, Mario, un setentón flaco y encorvado, canta boleros para luego pedir limosnas a extranjeros que turistean en los alrededores de la Plaza de las Palomas, «para poder comer». La voz de Mario es tierna y elegante. También baila. Lo hace bien. Entre temas, lanza algún halago a las chicas. A todos los visitantes les repite que «no hay wuman como la quiuban». Sonríen. Le tiran unas monedas, siempre desde la distancia para evitar impregnarse de su hedor.
Mario sabe venderse y lo hace bien. Es carismático, amable y dócil. Solo que, de vez en cuando, sufre las crisis de su esquizofrenia paranoide. Ahí se transforma en otro hombre.
En La Habana, históricamente ha sido común encontrar personas que, sobre todo en la zona de mayor flujo turístico, piden limosnas al extranjero. Siempre ha sido así, pero en los últimos años, como consecuencia del aumento de la crisis económica, el número crece a diario. En las guaguas, en las paradas, en las calles, en las colas, frente a bares, hoteles y hospitales, un adulto mayor, un niño, alguna persona discapacitada pide limosnas. «Resistencia creativa» de los más desfavorecidos.
Otras historias
Una señora se acerca lentamente. Su pelo es blanco, ondulado y lleno de paja y de mugre. Camina con la dejadez de quien carga en sus espaldas el peso perpetuado de la miseria. Con voz quebrada pide un cigarro.
―No fumo. Se lo debo.
―Entonces, dame algo. Lo que puedas. No te voy a decir que estoy enferma ―que lo estoy― o que tengo hambre. Quiero fumar. Fumar y luego buscar alcohol pa´ emborracharme y pasar el día. Si por mí fuera, estaría muerta.
―No diga eso, doña. ¿Usted tiene familia?
―Una hija. Pero ella es una perra. Me bota de la casa para estar a solas con cualquier tipo. Tan ingrata como el padre. Aunque no lo creas, fui maestra de Primaria. Incluso tengo jubilación, solo que no me alcanza pa´ na´. No aguanto esta vida de escasez. Esto es el infierno. ¡Ay, dale, chico, no seas tacaño y dame algo!
Estira con esfuerzo las manos arrugadas y me mira como quien espera un objeto que ha sido prometido. De pronto, siente el acento de un grupo de extranjeros que se acerca. Recoge el billete, me da la espalda y, sin dar las gracias, parte en dirección al próximo objetivo. Mismo resultado, distinta divisa. Les agradece. Sigue en lo suyo. Así son sus días. Es Xiomara, «la maestra», una de las muchas personas que viven de las limosnas en La Habana.
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