Me alarma la cantidad de cubanos que no se encuentran inmiscuidos en el conocimiento de los aconteceres sociales, políticos y económicos del país; así como el desconocimiento total o parcial de nuestras leyes. La apatía y el descreimiento hacia las instituciones de representación ciudadana es ya algo común en amplios sectores de la población y me atrevo a decir que va en aumento. Cada día son más los entumecidos, los abúlicos, los que trascurren ajenos a las cuestiones educativas o de responsabilidad con la sociedad y el medio ambiente, los que no parecen “ciudadanos”.
Y he aquí una palabra sobre la que valdría detenernos. Ser ciudadano no es nacer, desarrollarse y morir. Ser ciudadano implica un implicarse, un participar continuo en las transformaciones del país. Un acatamiento de deberes y derechos sobre los cuales es necesario tener conocimiento, no solo para ejercerlos y recibirlos, sino también para mejorarlos o cambiarlos en el momento necesario.
No creo que nuestra Cuba tenga una organización deplorable, pero sí veo un profundo deterioro del sentir ciudadano. Muchos no encuentran en los modelos actuales una participación real y derivan en la desidia, el desgano, el “no participar” como una vía posible, sin saber que esa postura socava la integridad de la nación.
La inexistencia de una prensa plural e inclusiva, y la ausencia legislativa de caminos políticos ajenos al oficial, conllevan a que muchos cubanos elijan el apolitismo como una vía funcional, un autoenajenarse que deja en evidencia una frustración profunda. El apolítico es un ser político, pues, al no querer participar en la Res publica, revela un mal funcionamiento del aparato que ha de englobar a todos los ciudadanos bajo un mismo propósito.
El desarrollo intelectual y cultural de un sujeto debe inmiscuir el conocimiento cabal de los principios éticos y morales que rigen a las instituciones del país. Si se propaga tal desconocimiento, las instituciones se recienten con el paso de los años; pues tarde o temprano llega el instante en el que las personas que conforman las instituciones son parciales o totales desconocedores de las razones que las hicieron existir y luego funcionar.
Digo esto porque, a mi entender, la raíz de este mal se encuentra en el detrimento de la instrucción pública. El batallar educativo de la Revolución, siempre encaminado hacia la masividad, descuidó la calidad de la enseñanza. Luego del Período Especial, tras el derrumbamiento de las utopías y el cambio en la escala de valores, el contexto educacional se vio afectado por la deserción de gran parte de los trabajadores de la esfera. La implementación del programa de Maestros Emergentes —madurados a la fuerza— agravó el panorama educacional que en la actualidad está herido de muerte. Ya el problema no es quién y cómo educa, sino quién y cómo educará a los que han de educar.
Mientras prevalezca esta situación, las generaciones por venir no tendrán una educación que les permita comprender los conflictos de la nación. Decía José Martí: “ser ciudadano de república es cosa difícil, y es preciso ensayarse en ella desde la niñez”.
La ilustración, los libros, el saber; he ahí el único espacio en el que los hombres y mujeres de mañana podrían encontrar el camino que los guíe a sentirse dignos de sí y de las generaciones por venir. Cada minuto de desidia le arroja un cubo de bazofia a nuestra cultura y a nuestro pensamiento moral y ético.
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