Se está haciendo habitual que cualquier persona invada sonoramente los espacios públicos sin tener un permiso para ello.
Estaba por amanecer y yo iba en una guagua rumbo a Jatibonico. Sentí ganas de oír música y me coloqué los audífonos. Mis audífonos son de los grandes, de los que te rodean el cráneo y te tapan las orejas, se escuchan altos y claros. Escogí el disco Vengo naciendo de Pablo Milanés porque es un disco sosegado, pero apenas pude escuchar las primeras tres canciones. Detrás de mí una mujer treintona sacó una bocina portátil y puso a Melendi. La bocina era pequeña, le cabía en una mano, pero su volumen era tan alto que se escuchaba en toda la guagua, y yo, con los audífonos puestos, sentí como se diluía, se hacía lejana, la voz de Pablito.
Para mal de males la mujer se puso a cantar. Su voz era un martillo en mi cabeza. Me quité los audífonos y me volteé indiscretamente, pensé en hacerla razonar, pero era temprano, muy temprano, y quería que ese fuera un buen día, me contuve.
Pensé entonces que mi actitud era pasiva y de conmiseración con las personas que me rodeaban. Uso audífonos por respeto a los demás, pues el resto del universo no tiene culpa de mis gustos musicales, y no creo prudente andar por ahí espetándole a Fito Páez a la gente en su cara. Sin embargo, la actitud de la mujer era altiva y en muchos sentidos extrema.
La ausencia de civismo evidente en su conducta es un mal generalizado. No es solo este tipo de bocinas el que altera hoy el orden público. También hay unas más grandes que están de moda. Con ellas se arma una fiesta —hablo literalmente— en cualquier esquina. No tengo nada en contra de las fiestas, y me parece genial esa disposición casi intuitiva del cubano de encontrar todos los días algo para celebrar. Solo me preocupa la invasión sonora de los espacios colectivos. El ruido contamina, y si cada quien siente el derecho de poner música donde quiera y cuando quiera, se puede generar un caos medioambiental.
Las leyes cubanas que regulan la contaminación sonora —Ley 81/1997 y el Decreto-Ley 200/99—ha caído en el mismo desahucio que las que prohíben fumar en espacios públicos cerrados, medios masivos de transporte y centros de educación, salud y deporte; pues las leyes no se hacen cumplir por sí solas, sino que necesitan un aparato eficiente que las haga cumplir, y a veces es común que aquellos que deben establecer el orden son los primeros en alterarlo.
Lo cierto es que estas bocinitas —y bocinotas— llegadas de extramuros, y que cualquiera puede adquirir en una venduta o en el muy visible mercado negro que nos rodea, han venido a alegrar a muchos y a incomodar a no pocos. Lo ideal sería que los contentos no perturbasen a los que se contentan de otra forma, a los que no quieren oír al Bad Bunny, ni quieren tener un exceso de decibeles metido en las orejas.
Escribió el poeta Juan Ramón Jiménez, en su ensayo “El trabajo gustoso”, que “la libertad absoluta sería ponernos todos en condiciones de hacer lo que quisiéramos sin molestar a otro en lo que él quisiera hacer”. Esto va como anillo al dedo con el juicio que intento despertar. Pero se pone mejor, pues en el mismo párrafo, el nobel español lanza esta pregunta: “un altavoz, ¿qué es sino un artefacto de guerra físico y moral, un mortero, una catapulta, un obús contra la intelijencia [sic] y el sentimiento”. Qué diría el autor de “Platero y yo”, si contempla el desarrollo que ha alcanzado ese artefacto bélico que el nombra altavoz. Tendría que compararlo con un misil atómico.
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