Cuando hace ya casi cinco años decidí escribir esta bitácora, solo le pedí criterios sobre lo que haría a una antigua colega de mucha confianza y al Presidente de la organización de periodistas a la que pertenezco.
Y no es que necesitara ningún permiso para sacar a la luz pública mi vida íntima y otras cuestiones delicadas que luego siguieron, sino que buscaba conocer y conciliar los referentes profesionales y éticos que regían un mundo para mí desconocido en aquel momento, los cuales ya podía, sin embargo, intuir.
Porque me queda claro que cualquier proyecto de comunicación en este mundo de hoy —y eso es un blog en esencia— será el reflejo de los principios y valores que posee —o no— su autor o propietario.
En todo este tiempo fui testigo y a veces hasta protagonista de muchas peleas cubanas desde la blogosfera. Algunas me parecieron mejores que otras, por responder más a las esencias o a las coyunturas, o resultar más logradas en sus propósitos y modos de emprenderlas, pero todas fueron válidas, en tanto expresión de la diversidad de conflictos y personas que tenemos y somos.
No obstante, con amargura y aprehensión todavía descubro con demasiada frecuencia intenciones baldías desde el poder —a través de esa institucionalidad a la que en alguna medida pertenecemos todas las personas, por una u otra vía, mediante vínculos formales o informales—, por normalizar, homogeneizar, controlar qué dicen y hacen las y los blogueros.
Los pretextos para caer en esa peligrosa tentación son muchos, y algunos hasta podrían parecernos casi comprensibles. Críticas a la superficialidad, el mal gusto, las rencillas personales, los excesos cáusticos, las inexactitudes, el error, son algunos de los argumentos más socorridos —y hasta de moda, diría yo— en contra de la blogosfera cubana.
Pocas veces hay una percepción desapasionada de que ese aparente caos es también uno de los modos en que se manifiesta la contradictoria naturaleza humana, cuyo reflejo en la comunicación social a la larga resulta inevitable.
Detrás de esas preocupaciones de forma y contenido por los presuntos disparates y estridencias de las y los blogueros, en no pocas ocasiones, por no decir la mayoría de las veces, encontraremos el temor de quienes quieren mantener oculto lo mal hecho, ya sea por complicidad o conveniencia, y hasta por una interpretación aberrada del patriotismo, la responsabilidad, el civismo.
Esos individuos olvidan —o no quieren admitir— que detrás del planteamiento que pueda parecernos más desacertado e incluso dañino, hay una inconformidad, un malestar que tiene causas y consecuencias, que requiere análisis y atención, nunca silencio o reprimendas.
La blogosfera nunca será tan ordenada, fiable y segura como los medios de prensa tradicionales, que al fin y al cabo responden al poder (real) de turno, cualquiera que sea su signo ideológico o político. Pero a su favor siempre mostrará más riqueza, espontaneidad, intrepidez, capacidad de reacción, independencia, autenticidad, incluso cuando yerra.
En una sociedad democrática, socialista, donde quisiéramos entre toda la ciudadanía construir un ideal desde una constante y tremenda imperfección, no deberíamos esperar ni aspirar a que el bloguero sea disciplinado, uniforme, aquiescente, modélico, impoluto, laudatorio, infalible.
Es más —y ahora voy a caricaturizar—, si yo fuera alguna vez presidente de Cuba, con todos los problemas que tenemos, crearía un Ministerio de Atención a la Blogosfera (Minblog), para que mis funcionarios respondieran y resolvieran todas las barbaridades, insuficiencias, rumores y hasta sospechas que publican las y los blogueros.
Estoy seguro de que sería mucho más productivo para la sociedad y eficaz como política, que engramparse en una batalla —perdida de antemano— para disciplinarnos.
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