La doctora y la contable
En su Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides incita a pensar en inestimables evidencias de que ser feliz significa ser libre, y que ser libre significa ser valiente. Ahí, supongo, hay todo un programa de vida, en especial si uno comprende que hay peligros que provienen de mentalidades en cuyo fondo la cultura patriarcal pervive, prospera y manda.
Ese programa de vida es tan activo como esperanzado. Siempre he tenido la impresión de que, en períodos en los que sobresalen la mezquindad, la violencia, las imposiciones políticas y el descalabro social, son las mujeres las que cargan con la peor parte. Por lo demás, las personas buscan refugio en lo familiar, en el mundo doméstico, e intentan sobrevivir. Pero si ese mundo también falla, se tambalea o está intervenido por la adversidad exterior, entonces se impone la búsqueda. En ese caso, el dilema se plantea entre vivir de veras o meramente existir. O entre hallar y cultivar la compañía como último refugio, o no tener la buena suerte de que eso ocurra.
La doctora Elena vivía «establemente» con su marido y sus dos hijos. Repartía su tiempo, en lo básico, entre el policlínico, la casa (con sus mil y una ocupaciones) y las lecturas (pocas pero eficaces, a pesar del cansancio).
Una mañana, antes de irse a trabajar, la doctora Elena tropezó con lo típico: merodeando por diversos correos electrónicos en busca de un documento que un colega le había enviado meses atrás, halló un mensaje dirigido a Roberto, su marido. Era un mensaje de amor con una fotografía. Había una mujer mucho más joven que Elena. Se llamaba Cristina. Lo típico mordió a Elena: marido de cincuenta y poquitos años (Elena andaba entonces por los 48 o 49) atraído por mujer veinte años más joven.
Tras los dolores del desapego, las discusiones y días de profundo malestar, llegó la crisis. La doctora Elena coge unas vacaciones, acuerda con Roberto que lo mejor es separarse, y se va unos días a Sancti Spíritus a ver a sus padres. Al regreso, trata de reanudar su vida. Es complicado, aunque el trabajo en el hospital es fuerte y la distrae. Roberto, le cuentan, se ha instalado en casa de Cristina.
Hay un día en concreto en que las cosas empiezan a cambiar. No es que el cambio sea del negro al blanco, pues la doctora Elena a veces llora y prefiere hacerlo en la ducha, para que el agua disimule las lágrimas (esto puede parecer un lugar común y de hecho lo es) y poder decirles a sus hijos que el champú le irritó los ojos. El cambio es leve, apenas un indicio, y el día es especial por ser día de pago y porque allí está Liudmila, la nueva contable.
Liudmila, mujer alegre de 45 años, es nueva en el policlínico, pero no tanto. Tiempo después le diría a Elena, con una sonrisa medio apenada: «Es que no te habías fijado en mí». El día del cambio, cuando las cosas empiezan a modificarse, es Liudmila quien maneja las nóminas y los sobres de dinero. Está abrumada, pero allí tiene a Elena para, durante el almuerzo, oírle decir: «Abrumada estoy yo».
Nunca antes había cruzado la doctora una palabra con la contable. Ahora almuerzan juntas y hay chistes y noticias que llegan a distraerla. La doctora no ha dejado de notar, a la salida, que el doctor Sotelo la mira de una forma diferente. Almuerzos así, entre confidencias breves y comentarios de trabajo, se repiten a lo largo de varias semanas. La mirada del doctor, también. Pero el doctor, con todo y ser respetuoso, también es decididamente lascivo y socarrón, una mezcla que a la doctora no le gusta. Ella está al tanto (y de modo superficial, hay que decirlo) de eso que algunas colegas llaman ahora las «nuevas masculinidades», y casi podría asegurar que el doctor no tiene que ver nada con eso. Algo ha leído al respecto, sin intentar entender a fondo, pero intuye que el doctor no busca lo que ella ofrece, ni ella lo que el doctor está dispuesto a darle.
Un viernes por la tarde, en el ómnibus de los trabajadores, la doctora se baja no en su parada, sino en la que le sirve a la contable. Ha decidido beber té con limón en su compañía. Cree que es una invitación clásica, otro lugar común, y sospecha. Pero igual se atreve. En realidad, sus presunciones son muchas y, en el fondo, ninguna le resulta peligrosa. Al cabo de unas horas, cuando el té con limón y una merienda en forma de cena han quedado atrás, la contable le propone ver la novela cubana, el capítulo que dan esa noche. La doctora no ve esas cosas, pero la contable sí. La invitada se siente cómoda, tranquila. «Me cogerá muy tarde si veo la novela», dice. «Puedes quedarte», asegura la contable. Y agrega: «Esta casa es cálida y muy segura».
La pintora y la «mujer de arena»
Estamos en Santa Clara, en El Mejunje, y soy todo oídos. Las historias son allí un hervidero de hechos y emblemas, de pasiones y riesgos, de fe y esperanza y desesperanza. Es la tercera vez que vengo aquí. Saludo a algunos amigos escritores, a varias amigas, a desconocidos amables. Converso con algunas personas. Estrecho la mano cálida, llena de sinceridad, de Silverio, un hombre múltiple y de sabiduría natural.
La pintora se me revela al inicio como escritora. Esconde esa segunda vocación por timidez, por prejuicio o porque de momento no encuentra cómo encauzarla. Es una mujer muy joven, de cabello negro, y tiene la mirada limpia. El cabello contrasta con una piel suave y apenas tocada por el sol. En El Mejunje hay mucha gente de mirada limpia y eso es fuente de ilusión y fuerza. La pintora anda con «la mujer de arena». Así llama a su novia, una joven negra que se dedica al diseño y cuya sonrisa es casi solar.
La pintora-escritora estaba casada con un hombre muy básico que no entendía que su mujer manejase a su aire, con salud y respeto, sus relaciones y amistades en general. La sinceridad es crucial aquí y en todo. Pero especialmente aquí porque la desconfianza es lo peor. Y la pintora le dijo un día a su marido que había conocido a una diseñadora con la que le gustaría tener sexo. Fue muy clara en eso. El marido, sonriente y embrollado, preguntó qué estaba pasando ahí, y sugirió invitarse él mismo y formalizar un trío, no un triángulo. Morbo, fiesta y calenturas. Pasarla bien. Momentos de libertad en los que las cosas eran muy divertidas y muy ligeras. La pintora se negó y le aclaró que no era así. «¿Entonces de pronto eres tuerca?», preguntó él con despecho. La pintora contestó: «Creo que me enamoré de una mujer».
Por muchos momentos de desazón y malestar han tenido que pasar estas dos mujeres. Por lesbianas, por independientes, por estar abrazadas con placer al sexo entre blanca y negra, por ir cogidas de las manos andando y desandando el bulevar de la ciudad, y por no esconder nada.
La pintora-escritora y la diseñadora de sonrisa solar se conocieron en una playa de La Habana hace años. Había un evento cultural y el fin de semana, poco antes del regreso a Santa Clara, una Yutong llevó a los asistentes a Guanabo. Allí, en la placidez de la costa, bañada por la arena y el agua, vio la pintora a su futura novia. Su independencia pugnaz se había aliado esa mañana a la soledad de la hora (era muy temprano y no había nadie en aquella porción de la costa), y de pronto su figura se transformó en la de una hermosa negra en topless. El impacto fue inmediato.
Con la franqueza que brota de la cercanía, las dos mujeres quedaron a pocos centímetros una de otra. El diálogo estuvo lleno de revelaciones, encuentros y sorprendentes coincidencias. Después, en el mar, con insuficiente discreción pero desprovistas de miedo y con toda la espontaneidad del mundo, se entregaron a las caricias. Se habían descubierto a sí mismas y un mundo difícil y bello las esperaba.
La declaración de la pintora ante la pregunta, hecha con intenciones de insultar, de su marido, tiene filo, contrafilo y punta. Simplemente se enamoró de una mujer. Aquí la importancia real del sentimiento es lo que figura en el primer plano de la existencia. De la existencia de ella, pero sobre todo de la existencia de cualquier ser humano. Lo esencial está en vivir con o sin amor. Vivir amando (aunque uno no sea amado) o sin amar. Porque, aun cuando todo es válido y deseable, es muy posible que importe más la posibilidad de amar que la de ser uno amado.
Muchas veces lo esencial es lo más sencillo y, a su vez, lo más sencillo suele ser lo más difícil de explicar.
Yo, como compilador que fui de historias de amor homosexual, siempre he aspirado a hacer antologías de cuentos de amor (llanamente de amor) sin importar si es entre dos mujeres, dos hombres, una mujer y un hombre, dos mujeres y un hombre, dos hombres y una mujer, una mujer trans y un hombre, un hombre trans y una mujer, dos mujeres trans, dos hombres trans…
En mis recuerdos, cuando evoco los anocheceres en el parque Vidal, veo a la pintora-escritora sentada en un banco de madera verde junto a la «mujer de arena». Tomadas de las manos, no tienen compromiso alguno con los demás a no ser que se trate de esas porciones de felicidad que puede uno regalar o recibir cotidianamente. Y eso es todo, o casi todo.
La «masoquista» espejo
Cuando quieres encontrarte, hallarte, conocer de veras quién eres, solo tienes que buscar en los otros, registrar en ellos, mirarte en ellos e intercambiar y prestar atención. Y si algo resuena en ti cuando examinas a cierto otro y comprendes que puedes manejar/gestionar con él las emociones de ambos, entonces observa atentamente: podría producirse un «efecto de espejo».
Algo de eso he leído en las narraciones de Ihara Saikaku, escritor japonés del siglo diecisiete. Basta con que esos espejos-personas que andan por ahí validen su condición, gradual o súbitamente, ante uno mismo, para que entonces ocurra la revelación y te des cuenta, parcial o totalmente, de quién eres y qué quieres. Uno es espejo solo cuando aparece quien puede mirarse en uno. Este extraordinario proceso de la conciencia se da o no se da. Y cuando se da, se constituye en una oportunidad única.
Una de las peores cosas de la violencia de género ocurre cuando, por diversas y torcidas causas, el maltratador convence a su víctima de que lo que ella ansía y necesita y la hace feliz es que la suenen duro. O muy duro.
Conocí en una provincia, durante un evento sobre cine, a una joven casada con un sádico. Escrita y dicha así, la palabra sádico detenta un poder centenario de evocación del mal, y las cosas se ponen en verdad o muy trágicas o muy equívocas. Pero cuando empezamos a intercambiar confidencias en mi habitación (porque también íbamos a intercambiar algunas películas), me di cuenta de que la masoquista podía explicarme sin sonrojo de qué forma disfrutaba de esas sesiones de «sexo con suene» (tal era la forma que usaba para referirse al conjunto de nalgadas y manotazos que recibía por todo el cuerpo excepto en el rostro). Incluso hubo un momento en que su exposición tuvo un lado práctico: ella misma se golpeó el muslo. Me dijo: «No es lo mismo esto» (aquí viene un manotazo fuerte, pero todavía juguetón), «que esto» (y aquí aparece algo que clasifica como golpe apasionado, casi iracundo y bien dirigido).
Como la pasión suele asociarse a la fuerza y los estremecimientos físicos, le pregunté si esa era la placentera intensidad de los golpes que solía recibir. «Siempre necesito intensidad», recuerdo que dijo en los límites de lo doctoral. La frase es exacta: separó las palabras buscando una precisión convincente. Y después añadió que le gustaba especialmente en los muslos, las nalgas, la espalda y el abdomen.
Mi invitada ocupaba una gruesa butaca de vinil verde. Yo permanecía en el suelo, sobre un sencillo cojín, esperando que ella se sentara en el borde de la cama, junto a su laptop, a la que habíamos conectado mi disco duro externo. Entonces se puso de pie y se arrodilló en el asiento y se aguantó del mullido espaldar. Volteó la cabeza, puso una rodilla encima de un brazo de la butaca y dijo: «Esta es la posición ideal». Sorprendido, pero sin azoro, le di las gracias, pues era la primera vez que una mujer me explicaba aquello utilizando su propia experiencia.
A partir de ese momento hubo cierto embarazo en nuestro diálogo. Rápido, y en silencio, copió un par de películas y se despidió lacónicamente, como quien siente un poco de vergüenza y susto por haberse excedido en las revelaciones. Esto ocurrió hará ocho años y recuerdo que esa tarde, luego de volver a vernos, su familiaridad parecía cosa de un pasado remoto. Sin embargo, durante un diálogo sobre cine erótico en las afueras del teatro donde disfrutábamos de las películas, me hizo otra confesión, esta vez en presencia de una amiga común: le fascinaba erotizarse por teléfono hasta la masturbación y el orgasmo. Había recuperado la confianza y el deseo de expresarse abiertamente.
Al siguiente día, en el mismo lugar, conocí a su marido. Un hombre muy atractivo, de buenas maneras, que no paraba de sonreír. Los imaginé a ambos enredados gozosamente en un trueque sexual.
Todo conjunto de hechos verdaderos y comprobables son susceptibles de ser contados, pero una vez contados e intervenidos por el lenguaje, el relato cae en los predios de la ficción de forma inevitable, y más si se trata de sexo, expectativas sexuales y placer.
Regresé a La Habana. Pasaron algunos años. Y un buen día supe que la masoquista se había franqueado con aquella amiga común al poner al descubierto su verdadera tragedia: darse cuenta de que el hombre jovial y atento con quien había convivido por espacio de cinco años había manipulado con paciencia y lucidez sus deseos y sus expectativas hasta convencerla (y un poco convencerse él también), durante un tiempo, de que lo que ella quería era recibir golpizas controladas en las que también se usaba, de vez en vez, una cuerda plástica a modo de látigo y una raqueta de tenis de mesa.
Hubo un divorcio, hubo un regreso a la casa familiar, hubo un duelo extraño. Y, de repente, un día de esos en que uno cree en la inevitabilidad del aburrimiento, la amiga común me escribió un correo electrónico en el que me anunciaba que ella y la ya exmasoquista vivían juntas. Ignoro si a eso se le llama final feliz. Solo sé que ambas andan hoy muy ocupadas en un necesario activismo LGBTIQ+.
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