A mediados de 1989 mi padre cumplía los 25 años. De eso hemos estado hablando en la sala del hospital psiquiátrico provincial donde lo han internado por una semana. El tema salió porque en pocos meses también me acercaré a ese cuarto de siglo que para él representaba el inicio de un brillante futuro que, a la postre, tuvo demasiadas manchas, también pocas luces.
Desde que encontró en la bebida la solución a todos sus problemas –que ni son muchos ni imposibles de resolver- se ha ido convirtiendo de a poco en un ser irreconocible.
Lo encuentro bajo el efecto de varios medicamentos. Le han administrado algunos calmantes fuertes, luego de estar dos días desintoxicándose en el Hospital Provincial. En el último año es la segunda vez que ingresa en este centro y ya todos lo conocen. Lo tratan con familiaridad, como un caso que pareciera sin solución.
Hemos hablado mucho. Recordamos un poco la historia familiar. Acudimos a mis abuelos, al modo en que lograron mudarse de las montañas al centro de la ciudad, de cuando por poco pierde uno de los dedos del pie mientras conducía los bueyes que halaban un taque de agua hecho de una palma barrigona.
Llegamos al ochenta y nueve, cuando cumplió veinticinco años y el futuro se le presentaba prometedor. Se casó con mi madre, construyó su propia casa, se graduó de dependiente y pasó a trabajar en comercio. Muchas veces hemos vuelto a aquellos días antes de que nadie imaginara el período especial, sus carencias materiales y espirituales.
Desde entonces hasta hoy, cuando cumplo también el primer cuarto de siglo, ha llovido mucho. Mi padre ya no es lo que era, ni siquiera lo que imaginó sería a estas alturas. La vida le ha ido pasando la cuenta de a poquito. Las barreras que debió saltarse terminaron por ser demasiado altas para él.
Tengo recuerdos felices. Muchos. Él también los tiene. Insiste siempre en contarlos una y otra vez, a lo mejor para escaparse por un rato de la sala de este hospital donde viene buscando refugio cada vez que un nuevo problema en la familia necesita ser resuelto. Para él es fácil, siempre es fácil huir de esa manera.
Inventa enfermedades buscando un poco de atención. Insiste en que padece alguna enfermedad crónica de uno u otro tipo. Va una y otra vez al médico esperando que le certifiquen un padecimiento que le asegure algún beneficio que no alcanzamos a comprender aun.
Mi padre no fue un hombre descuidado. Lo que sé se lo debo, en gran medida, a su tenacidad y empeño en que me superara. Lo que soy ha sido resultado de su insistencia y la de mi madre. Por eso estoy aquí, entre estas cuatro paredes que me sofocan y que a él le sirven de refugio, acompañándolo.
Se acabaron las tres horas de visita. Me despido con un nudo en la garganta. Tengo ganas de llorar pero sonrío, siempre sonrío, hasta en las peores circunstancias. Es triste darme cuenta de que también deberé agradecerle, a la altura de mis veinticinco años, tener bien claro lo que no quiero ser.
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