El asteroide del Principito podía recorrerse completo a pie. Bastaba una breve caminata para estar de nuevo en el lugar de origen. Era hermoso el B612, pero tan, tan chiquito… Javier leyó ese libro cuando tenía 13 años, y se sintió más o menos como su protagonista: queriendo conocer el resto del universo, con ganas de volar. Porque Javier ha vivido siempre en Cayo Granma, la “pequeña isla de fantasía” –según una web turística- a la entrada de la bahía de Santiago de Cuba. Este es su propio asteroide, solo que plano y rodeado de mar; y también desesperadamente bello.
El Cayo, como le llaman los santiagueros, tiene una escuela primaria, y ahí Javier estudió desde primero hasta sexto grado. Entonces parecía fácil: es divertido ser niño en un sitio rodeado de playas, donde todo queda cerca y los padres permiten salir a corretear, sin sustos, pues -definitivamente- allí no te vas a perder.
Sin embargo, al empezar la secundaria, se le transformó el paisaje. Cada día debía montar la lancha para ir a clases, y volver. Con la adolescencia surgían los conflictos: ni pensar buscarse una novia en la otra orilla, y si lo invitaban a alguna fiesta tenía que regresar a medianoche, nunca mucho después, porque el transporte marítimo solo funciona hasta las 12:45 de la madrugada.
“La maldita circunstancia del agua por todas partes”, diría el poeta cubano Virgilio Piñera. Para los de Cayo Granma, un kilómetro y medio puede ser la distancia respecto a “tierra firme”; pero, ya se sabe, por aquí no existe masa continental. Un cayo dentro de una isla es el colmo de la insularidad.
Postales del paraíso
Veintinueve metros sobre el nivel del mar, 2,2 kilómetros cuadrados. Alrededor, los lugares tienen nombres coloridos y sonoros: Punta Caracoles, La Socapa, Punta Gorda, Ciudamar… Antes se llamaba Cayo Smith, dicen que por el primer pescador que llegó, o por un supuesto dueño norteamericano.
La gente aquí se ha dedicado a la pesca y a construir y reparar embarcaciones. Comenzando los años sesenta, tras el triunfo de la Revolución, dejó de ser punto de veraneo de familias ricas, y fue rebautizado como Cayo Granma. Las casas de madera sobre pilotes, algunas en la misma línea de costa, recuerdan aquel pasado de ocio y recreación.
Hoy algunos servicios dinamizan un poco el panorama: la planta telefónica, la casa de cultura, el mercado, la farmacia, el correo, la peluquería… Los turistas vienen directo al restaurante, pero solo algunos preguntan por la escalera, la que conduce a una puerta y te lleva a la “vida real” del Cayo.
A Javier no le agrada mucho esa casa blanquiazul. Es cierto: ahí tienen empleo varias personas locales, y los pescadores encuentran su “mercado natural”. Sin embargo, da la impresión de algo superpuesto, ajeno, como si hubiera caído del cielo.
También han aparecido un par de establecimientos privados, hechos de tablas blanqueadas con cal, iluminados con guirnaldas. “Parece una película, ¿verdad?”, comenta Javier, y apunta que “incluso aquí llegan los cambios”.
Pues sí. En un sitio online de compraventas inmobiliarias, alguien ofrece una vivienda en Cayo Granma, al precio de 15 mil CUC. “Ideal para poner un negocio de turismo: cafetería, restaurante, hostal, etc.”, afirma el anunciante.
La vida después
En octubre de 2012 el huracán Sandy levantó olas épicas, y arrancó árboles, y destrozó los muelles. Luego fueron dos semanas sin contacto con tierra y 19 días sin electricidad. Había 247 casas, y solo siete conservaron el techo. La recuperación llegó lenta, trabajosamente.
De un tiempo acá, funcionan algunas iniciativas comunitarias y una nueva lancha sirve de enlace. “Hay más casas de mampostería –cuenta Javier-, y hasta jardines florecidos”.
En agosto de 2015, un grupo de estudiantes de Arquitectura, de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, participó en la VII Competición Internacional de Arquitectura para la Reducción de Desastres y la Reconstrucción, en Londres. Presentaron el proyecto “Rescate de Cayo Granma”, y ganaron uno de los dos premios del evento.
La investigación detectó allí altos niveles de alcoholismo, desempleo, fuertes daños en el fondo habitacional, bajo nivel de escolaridad y transportación limitada. Andando por estas calles, que no están asfaltadas sino cubiertas de lajas, uno se encuentra contrastes similares a los del resto del país: un televisor pantalla plana en una casita derruida, pequeños comercios clandestinos y muchachas con ropa de moda. En lo más alto del Cayo, la iglesia de San Rafael atestigua la fe colectiva.
El proyecto galardonado en Reino Unido propone impulsar el auto-cultivo, fomentar el desarrollo urbanístico, garantizar una vivienda para la familia y recuperar el aserradero. “Bueno… ojalá…”, aduce Javier, medio esperanzado, medio incrédulo.
Ahora que vienen más turistas, quizás las cosas avancen. “Quien sabe si a lo mejor termino de guía”, imagina. Luego de caminar un rato llegamos al mismo punto de donde salimos. Javier sonríe: “¿Viste?, hicimos un bojeo”.
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