Para un guantanamero promedio, la base estadounidense anclada a las puertas de nuestra bahía puede significar mucho o absolutamente nada, más allá de las consabidas lecciones de historia y el natural sentimiento de cercanía geográfica que, sin demasiado esfuerzo, hasta el menos avezado podría concluir a partir de su nombre.
No es lo mismo, por ejemplo, para alguien que vive en Caimanera, Boquerón o Hatibonico, en esos sitios que casi nadie conoce pero donde la base ha marcado cada calle con una seña de dolor o mal recuerdo, donde las historias tienen protagonistas que podrían contarla, donde la cercanía significa sobresalto, ruido de minas y pases para acceder al pueblo donde naciste, y creciste, y del que probablemente no pienses irte en tu vida.
Es curioso que esos pueblos, esos sitios que viven, que sufren la base más de cerca no sean los que se asocian con ella, sino Guantánamo, una ciudad a unos 23 kilómetros de la línea de frontera más cercana donde las conexiones tienden a ser de circunstancias, de vivencias, de carne propia.
En mi infancia la base era el canal 8 y Radio Martí. Mucho antes de que tuviera uso de razón, mi tío se había agenciado una antena potente y diferente a todas las del barrio que, bien orientada, recepcionaba las transmisiones destinadas al personal de Gitmo y solo en inglés nos traía, a todo color, desde conciertos de Michael Jackson y los Rolling Stone hasta los partidos de sueño de la NBA, que terminaron de catapultar al baloncesto como mi deporte predilecto y a Michael Jordan y su eterno número 23, como el rey indiscutible de ese universo.
En mi barrio, más de uno seguía la radio, diseñada con una programación especialmente dirigida al pueblo de la isla en la que se mezclaban novelas, noticias casi siempre relacionadas con la emigración, con la vida de los líderes de la revolución, la “situación”, con unas comillas bien condimentadas con acritud y más de una mentira; y el horóscopo zodiacal…, y que se escuchaba casi siempre bajito, con un oído en el receptor y otro enfilado a la puerta.
A nosotros, que teníamos la antena para todo el que la quisiera ver y nos enterábamos del ascendente de virgo a todo volumen, nunca nos cuestionaron en voz alta o por lo menos yo nunca me enteré. Supongo que, con el periodo especial a las puertas, otras preocupaciones empezaban a pesar más que los prejuicios de otros años.
Pero la base vino a dolerme de verdad cuando el mismo tío que había conseguido la antena un día logró entrar a Caimanera y en una noche de vaciante se “tiró” al mar y lo aprehendieron, en tiempos en los que una salida ilegal era un delito grave.
Otros lograron el brinco hacia la tierra del sueño americano.
Y… de algunos no se supo más, tragados por el mar o por la tierra “parida” de minas que separa la Cuba de los cubanos de los 117 kilómetros cuadrados de tierra donde ondea la bandera de las barras y las estrellas.
De la mano de la base, o más específicamente de los trabajadores que, hasta entrado el nuevo siglo, cada mañana hacían el recorrido desde Guantánamo o Caimanera hasta esa estación naval, los niños de mi barrio también nos asomamos al progreso: Mientras toda Cuba veía las telenovelas brasileñas en el blanco y negro de los televisores rusos, un grupo de impúberes caminábamos casi medio kilómetro para deleitarnos, por entre barrotes y piernas, con los flamantes colores de un Philip propiedad de uno de ellos, ya jubilado.
Con los años, empero, llegó el entendimiento de las consecuencias de su cercanía que, en el imaginario popular de los nacidos aquí de todos los tiempos después de 1959, fue causa fundamental del atraso económico de la provincial más oriental de Cuba.
En el año 2001, el dúo guantanamero Buena Fe publicaba su primer disco “Déjame Entrar”, donde daba letra y melodía a ese sentimiento en una canción que arrebató aplausos y lágrimas en su tierra natal desde mucho antes de que se convirtieran en el fenómeno nacional que son hoy: “Como aquí vino el yanqui y nos mordió la tierra, se bebió de un sorbo el zumo de la suerte… Discreta la inversión por si un día la guerra, sería como donarle fortuna a la muerte/ Como los pichones cuando abren el pico pa´ que mamá paloma venga y te alimente/ salud y educación, toma pa´ que seas rico/ ya lo demás vendrá despacio y lentamente/ Lentamente… Guantanamero”.
Un sentimiento que no obstante tiene expresiones en la práctica, en la escasa pesca con que regresan a Caimanera las barcazas luego de una noche rebuscando la mar, en el puerto huérfano con tan buena bahía detrás, en el agua de mar que, en esa geografía, ya lo he dicho y escrito antes, no parece mar sino otra cosa.
Un sentimiento que además se mezcla con temor y vergüenza.
Temor por los hechos y las historias, que de la base son muchas porque, en realidad, lo que sabemos a ciencia cierta, lo que podríamos sostener en papel impreso, es bien poco.
Aunque de decirse, se decían muchas cosas, como por ejemplo que más de una vez, fondeados en la Bahía, reposaban los submarinos nucleares más modernos del mundo, armados hasta los dientes. Y eso da miedo, a mí, por lo menos, me lo provocaba.
Las verdades también. Los más de 800 presuntos terroristas talibanes que han pasado por el Camp Delt, cuyos vuelos llegaban uno a uno, afinando la diana que, sin pedirlo los de este lado, ponían sobre nuestras cabezas, cocotes de simples ciudadanos al oriente de un país socialista, el único país socialista del mundo que tiene una base estadounidense en su territorio, cuya devolución exige con vehemencia sobre todo ahora, cuando se juegan las últimas fichas del complicado dominó de las relaciones entre los dos países.
Y vergüenza. Porque en los buscadores de Google, las letras de mi provincia natal no aluden a la primera a la tierra que conocí, ni a su gente, ni a su educación ni a su cultura, sino a una base naval donde hay prisioneros talibanes sin procesar, sin causa probable, y que cuando protestan negándose a comer, son obligados a alimentarse según un método que, dicen los médicos de ese enclave militar, “no es doloroso y es para salvarles la vida”.
De modo que mientras para algunos la base puede no significar nada, puede no doler en lo absoluto…, hay otros que la llevamos como un fardo o una puñalada, que la soportamos, otros para los que implica pérdida, y adiós, y tantos dolores que no vale le pena enumerar, aunque nos vendría de maravilla no sentir.
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Yasel Toledo
Lilibeth Alfonso
Carlos