Para Ezvra amorosa, hija de Isis, en su unión con el hijo de Bastet.
Hoy día vale la pena cuestionarse, desde la perspectiva de la lógica y la historia, cómo son los procesos de la feminidad y la feminización. Uno puede entregarse un poco al rumiar de la especulación y advertir que estas cuestiones se plantean o podrían plantearse como si las pusiéramos, por medio de un esquema, entre la inconsciencia instintiva (lo femenino y la feminidad) y la conciencia que funda, compone y cimenta cotidianamente (la feminización en tanto construcción que sale de lo íntimo y va hacia lo público).
La inconsciencia instintiva parece que se asocia a procesos «atávicos» en los que lo femenino aflora y se nota, se manifiesta en lenguajes, gestos, formas tangibles, aunque no por ello hay que desechar la idea de que la ideología patriarcal influye allí y toma determinaciones a largo plazo (a lo largo de siglos, naturalmente). La conciencia constructiva, en el acto de feminizar encima de «lo femenino», tiene que ver con esos procesos en los cuales la feminización es intervenida por una «vigilia práctica» desde donde algunas personas se autoimponen «lo femenino» en tanto sistema de aditamentos.
En una mujer, ¿es la feminización un proceso redundante? No creo que sea una pregunta ociosa, aparte del hecho de que los sujetos eligen y crean mundos propios y libres (a veces hay que acudir a lo obvio).
Me explico mejor. Una cosa es la historia de ciertos actos humanos, y otra, muy distinta, su lógica. En cuanto a la feminidad, la historia detecta casos, ejemplos específicos, modelos naturales, anécdotas, nombres, normativas de «lo femenino» (por lo general, asociadas a un mirar hegemónico en el cual abundan las proposiciones). En lo concerniente a la feminización y su historia (o sus historias), tendríamos que acudir a los diferentes conjuntos de actos y estados (desde los más pequeños y cotidianos hasta los más grandes y que operan a largo plazo) por medio de los cuales una mujer incrementa su condición material (una condición perceptible) de mujer.
Cuando separo la historia de la lógica, lo que intento hacer es concederle un margen de objetividad a ciertas generalizaciones. La historia, aquí, es lo que ocurre realmente. La lógica se refiere a lo que, examinada la historia en profundidad, debe o debió de ocurrir, lo que se supone que haya ocurrido u ocurriría en condiciones más o menos típicas.
Pongámoslo así: el dilema de la feminidad es el envés del dilema de la feminización. Por un lado, un monumental conjunto de indicios de lo femenino y la feminidad. Indicios condicionados y no condicionados, instintivos (involuntarios, espontáneos, impensados, ya lo dije) y no instintivos. Por el otro, un monumental conjunto de protocolos (desde los más básicos hasta algunos que son enrevesadísimos) que se constituyen en la feminización. Estos protocolos son pensados, voluntarios, reflexivos y buscan causar un efecto que se deja sentir lo mismo en lo privado que en lo público.
A propósito: ¿causar un efecto en quién, en qué, en quiénes? En lo fundamental, se diría que los espectadores (dado que se trata, al cabo, de algo que se parece mucho a una puesta en escena) establecen y dan vida, interviniendo o no, al conglomerado de los agentes de la cultura patriarcal.
Entre paréntesis, y a riesgo de parecer demasiado aleccionador. Hay una cuestión que cualquier activismo raigal y empático (y me refiero ahora al que se produce del lado de ciertos conjuntos de hombres, o desde la perspectiva de esos hombres) debería reconocer y asimilar: todos somos agentes de la cultura patriarcal, seamos conscientes de ello o no. Todos tenemos esa responsabilidad. Y si alguien dijera que hay culpa pero que no es de nadie, eso querrá decir que la culpa es de todos.
Hay una frase de origen teologal que dice que la más sofisticada maniobra del diablo consiste en hacernos creer que no existe. Pues bien: con respecto a la feminidad y la feminización, la más rebuscada y sinuosa artimaña de la cultura patriarcal es esa que nos hace creer que todo eso brota de modo natural, de acuerdo con la historia y sus infinitos laberintos, y que la feminidad es cosa connatural (congénita, innata) de las mujeres, y que las feminizaciones también lo son «porque nadie le dice a una mujer que se pinte los labios, mueva el culo al andar», o ponga en práctica determinados modos de mirar y asentir en el contexto y la atmósfera de una gestualidad femenina.
Sin embargo, todos les decimos o pensamos en decirles (y espero que se entienda bien que aludo a un hombre típicamente típico, y que valga la redundancia) a las mujeres que, si no mueven el culo, que al menos usen algún artificio que las distinga; y que si no se pintan ni usan maquillaje, que al menos delineen sus ojos; y que si las tetas no tienen forma o tamaño bonito o adecuado, que usen artificios para mejorarlas. Me aventuraría a sostener algo: que más allá de esa odiosa y sólida frontera, llena de muros y preceptos y mandatos, está el mundo queer.
La satanización indirecta (por medio de la burla, la broma o el comentario suspicaz) de una mujer no femenina, o que no presta atención a la feminización, es hoy también un asunto que se dirime con liberalidad dentro de la alta cultura y, ahora mismo, dentro de la cultura en la que prevalece una suerte de tecno-sensualidad. Hay una satanización que en el ámbito doméstico-cotidiano acaso se expresaría de mil modos, desde un censurador arqueo de cejas hasta el bullying. Pero en el reverso, y más bien dentro de ese contexto de la tecno-sensualidad, hay una aprobación que funciona casi exclusivamente en las transacciones de la imagen pública, en las que lo no convencional adquiere un valor —apoyado en la notoriedad y el mito— que rompe las inercias de eso que se denomina cultura de masas.
Llamo tecno-sensualidad a un grupo de gestos e imágenes sensuales, con propósitos más o menos definidos, que se expresan casi como si los viéramos a través de una pantalla. La pantalla es hoy día casi tan poderosa (y en ocasiones más) como la experiencia directa, material, somática. En el mundo de la cultura del espectáculo (por ejemplo, del live art a la performance y el megaconcierto, al pasar por YouTube, Instagram y los videoblogs), la realidad se aglomera y se refunda en los límites de una pantalla.
¿Pero acaso no es el mundo de hoy una pantalla?
Feminidad y feminización, en sus profundidades abisales (incluso en el nivel de la hiperconciencia y el lenguaje, en el cual la ficción teje y desteje la realidad), son como dos cuentas de ahorro que la cultura patriarcal maneja al mismo tiempo. Lo más asombroso de esas operaciones está en el hecho de que la cultura patriarcal pasa «valores», activos y «soluciones» de todo tipo de una cuenta a otra indistintamente.
Dicho así, parece como si la cultura patriarcal fuera algo tangible, localizable entre un grupo de personas, cuando en verdad es algo enraizado en instituciones, cánones (los que se ven y los que no), leyes, normas de conducta social, mitos culturales en torno a la belleza y el placer estéticos, etcétera; todo ello filtrado a través y por dentro de las familias. La cultura patriarcal es un enorme mecanismo autónomo encerrado en un sistema cuya actividad básica, aunque parezca paradójico, es la de disfuncionar con respecto a las nociones más genuinas y justas de la libertad.
Una libertad que se realice y verifique dentro de l@s sujet@s, en el intercambio interpersonal, en el acceso irrestricto y sin filtros a la información. Una libertad en la cual el estado patriarcal (acabo de ser casi tautológico: ¿habrá por ahí algún estado que no sea patriarcal?) no intervenga. No restrinja. No paternalice. No abuse. No reprima.
La cultura patriarcal es visceralmente transformativa, y sobrevive (para que todo permanezca en su sitio) gracias a ciertos grados de invisibilidad, aun cuando necesita de mutaciones, alternativas, saltos y novedades (se añaden, claro, las de índole tecnológica). Sucede, también, que la feminidad podría viajar por zonas conscientes de su manifestación «intuitiva», mientras que la feminización a veces consigue alejarse de la vigilia y visitar zonas subconscientes o inconscientes.
Lo que quiero decir con eso es que la feminidad a veces se viste con el disfraz de la feminización, y que la feminización se nos aparece en ocasiones bajo el ropaje de la feminidad. Balancear las caderas puede ser un movimiento franco y desenvuelto, pero también puede remarcarse dentro del cálculo si los espacios, por ejemplo, se hacen públicos y es «útil» indicar, por los motivos que sea, que ese movimiento significa poder erótico, afirmación, seguridad. Más allá del hecho de cuán dependiente sea ese balanceo de caderas de un ideario patriarcal conferido a las mujeres como regalo milenario o como «prescripción facultativa».
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