Casi siempre las buenas imágenes condensan, cual torrente de ideas, lo más hondo que nos es dado sentir. Más que mil palabras, dice la savia popular, y no se equivoca. La artista plástica Mary Esther Lemus lo ha demostrado muchas veces. La más reciente, el domingo último, con la ilustración que tituló «A las madres cubanas».
Una mujer-bandera-patria sostiene en su mano, como si la ofrendara, la estrella solitaria que pertenece a su rojo pecho. Hay tristeza en sus ojos. Hay cansancio. Hay un tono general opaco en su cuerpo; pero la estrella se mantiene radiante, acaso iluminando a un tiempo, contra todas las ignominias, la entrega, el dolor, la angustia y la esperanza.
No hay máquina más poderosa de generar esperanza que las madres. Tampoco hay depósito mayor de zozobra. No existe sacrificio más profundo que el de ellas, desde que se arrancan literalmente parte de sí para alumbrarnos hasta que se van a lo oscuro, dejándonos para siempre los trillos de la luz y una ausencia sin fondo.
Pienso en la imagen rotunda de Mary Esther, y veo un mensaje que ha puesto a circular desde hace días Julita, la madre de Leovel Canga, uno de los jóvenes que desde que salió el 11 de julio a protestar cívicamente en su municipio —San Cristóbal, Artemisa— está detenido y pendiente de juicio.
«Quisiera pedir primero al Señor todopoderoso y a todo el que me pueda escuchar… una oración grande de clemencia para mi hijo y todos los enfermos de COVID. Mi hijo no es un delincuente, pensar distinto no es un delito, mi madre tiene 85 años, tengo otro hijo de 22 años con retraso mental severo, tengo una nieta (hija de Leovel) que tiene 12 años y que sufre porque no entiende, pues sabe que su padre es una persona honesta. Yo soy una persona enferma. Somos una familia humilde, nunca hemos hecho daño a nadie y él tampoco… […] Por favor, pido clemencia para que se haga justicia sana sin manchas… Dios ponga su mano sobre todos nosotros, no puedo hablar».
Cada frase, en esa gramática especial en la que el torbellino interior intenta conectarse sin artificios lingüísticos con el amparo ajeno, me sacude. «Mi hijo no es un delincuente», «Somos una familia humilde», «Justicia sana sin manchas». Y el remate, que se intuía en el despeñadero de su ahogo: «No puedo hablar».
¿Cuántas madres ahora mismo en Cuba tienen el mismo nudo en su garganta? ¿Cuántas no pueden traducir en ideas organizadas el punzonazo que las atraviesa?
Son jóvenes en su mayoría los que se lanzaron el pasado día 11 a las calles. Los mismos jóvenes a los que esas madres habían dicho una y otra vez: «Habla bajito», «no te marques», «ten cuidado, que tú no vas a cambiar nada»… Porque, tristemente, hemos sobrevivido en una sociedad en la cual el miedo y la intolerancia a la voz que disiente se han enseñoreado de tal forma que uno casi pide disculpas de antemano por pensar distinto.
¿Cuántas abuelas estarán ahora mismo sin saber de sus nietos o sabiendo apenas lo que la nebulosa oficial quiere que sepan? Se escuchan testimonios sobre juicios sumarios, procesos turbios, maltrato y atropellos de quienes alguna vez, en un pasado cada vez más remoto, dijeron llamarse «el pueblo uniformado». Trascienden avisos sobre la liberación o el cambio de condena para varios reos, sobre todo los que, por su profesión o conexiones sociales, tienen redes más potentes de conocidos/amigos/colegas que piden por ellos. Vibra entre muchos un clamor de amnistía o sobreseimiento de las causas. Libertad es la palabra de orden.
Existen quienes siguen pensando sinceramente que este es el paraíso terrenal de las utopías. Otros tantos enmascaran de convicción o buenas maneras su miedo a pronunciarse. Pero cada vez son más los líderes de opinión que levantan sus voces y se plantan junto a los pobres de la tierra. «Son nuestros hijos, que crecieron y enseñan con su piel y sus heridas, que tienen derecho a la palabra y la acción. No más cárceles sin juicios públicos. Hay que enfrentar la verdad sin miedo, bajar la cabeza con humildad y decirles: nos equivocamos en mucho, ayúdame a construir la patria anhelada sin aplastar criterios», escribió la maestra de generaciones y Premio Nacional de Teatro Flora Lauten.
A Leovel lo conozco. Corredacté un reportaje sobre su vida. Sé que en sus treinta y cinco años ha sufrido la marca candente de un proceso legal torcido, tras haber intentado salir del país ilegalmente en 2016; en el momento justo en que comprendió que la cuenta como padre de familia, psicólogo clínico y hombre honrado no le daba para vivir con el mínimo sosiego.
Pero cada uno de los que esté preso injustamente ahora mismo también me duele, como parte de ese cuerpo mayor, lleno de cicatrices, que solemos llamar Patria. O mejor: Matria, madre fecunda que en las últimas tres décadas solo ha sabido de penurias y promesas para armar su día a día.
En Julita —salvando las distancias— vuelvo a ver a la Leonor Pérez que pedía clemencia para su hijo preso. En Julita, si el Poder sigue errando, sordo y torpe, tal vez nazca mañana —ojalá no sea necesario— otra madre legendaria, que hablaba con sus cachorros únicamente el idioma de los machetes. ¿La recuerdan? José Martí la llamó Mariana Maceo.
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Eloisa Glez