Conocí a Felicia una mañana caminando por las calles de Centro Habana. Los libros exhibidos sobre la pared de un portal de Carlos III captaron mi atención. Hacía tiempo que venía buscando El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura, y Felicia lo tenía entre su colección. Compré el libro y conversamos un rato. Antes de irme, le pedí permiso para hacerle un retrato y ella insistió en regalarme otro ejemplar del mismo autor. Las siguientes semanas, comencé a frecuentar su lugar de trabajo y su casa. Había algo en ella que me emocionaba y quería conocer su historia.
Vista desde el pequeño negocio de libros de Felicia. Foto: elTOQUE.
Felicia tiene 71 años y nació en Las Tunas. Su padre era jamaiquino y poseía gran cantidad de tierras que entregó al Estado luego del triunfo de la Revolución. Felicia recuerda que ella y sus hermanos llevaban termos de café que preparaba su madre a los campamentos donde estaban los rebeldes, escondidos en el monte detrás de su casa.
Hasta los 48 años trabajó en la agricultura. Vivía sola con su hijo en una casita de mampostería que le dio el Estado en las afueras de la ciudad, al costado de una presa. Se encargaba de cuidar la zona y de proveer agua a los campesinos. Recuerda esa época como un período de mucha soledad y trabajo duro. El asentamiento más próximo estaba a 4 kilómetros. En la casa no tenían agua corriente ni electricidad. Por las noches hacía guardias para que no le robaran los animales que llegó a tener. Pero un día se despertó y se habían llevado todos sus carneros. Felicia, devastada, decidió abandonar la vida en el campo e irse a La Habana a probar suerte. Ya con 48 años, se despidió de sus hijos y les dijo que si no encontraba trabajo y casa, dormiría en las calles, pero no iba a volver con los brazos vacíos. Estaba decidida a cambiar su destino. Al lugar de su vida pasada suele regresar cada fin de año, pero en su cuerpo conserva permanentemente un fuerte dolor. La memoria del machete en el brazo derecho.
Felicia en su local de venta de libros de segunda mano. Foto: elTOQUE.
Mientras caminaba por las calles en busca de trabajo, Felicia se cruzó con un hombre que cargaba una bolsa llena de ropa sucia. Lo paró y le ofreció lavar y planchar sus pertenencias. A los pocos días, le entregó la ropa zurcida y limpia. El hombre quiso pagarle, pero ella no aceptó. A cambio del favor, él la invitó a ver una obra y así fue como Felicia entró por primera vez en un teatro. Orlando, quince años mayor que ella, había sido profesor de Historia en la universidad. En ese momento se encontraba enfermo. Felicia comenzó a cuidarlo, y él le ofreció mudarse a su casa, donde vivía sólo. Se casaron para que ella pudiera tener residencia legal en La Habana y desde entonces viven juntos, aunque duermen en cuartos separados.
Libros del pequeño puesto de venta de Felicia. Foto: elTOQUE.
Todos los días por la mañana caminan las cuatro cuadras que separan su casa del puesto de libros que tienen en Carlos III. El local, de un metro por dos, se lo rentan al Estado por 640 pesos al mes. Además, pagan otros 600 pesos por la licencia para vender libros. El local es tan pequeño que solo puede entrar una persona a la vez. Los Sitios, el barrio donde viven, estuvo en cuarentena por dos meses, tiempo durante el cual no pudieron trabajar, y como consecuencia se les hizo muy difícil pagar el alquiler. Han acumulado deudas que aún no han podido saldar.
Desde que comenzó la pandemia, Felicia ha visto su actividad interrumpida, y la clientela menguada. Foto: elTOQUE.
La segunda vez que fui a verla, las estanterías que había visto apoyadas en la pared de afuera, ya no estaban. La policía le prohibió sacar la mercancía y quiso multarla con una suma exorbitante. Felicia les rogó y consiguió rebajarla a 100 pesos. En este momento en que las ventas han bajado por la crisis y la falta de turismo, tener que pagar 2000 pesos de multa implica un golpe fuerte para alguien como Felicia. “La gente no tiene dinero para comprar libros”, dice resignada.
Mientras conversamos llega una muchacha preguntando por El Capital, de Marx. Se lo pidieron para estudiarlo en la universidad. Felicia busca los tres tomos y se los entrega. Contenta con la venta del día, cierra el libro que está leyendo y comienza a guardar para irse a su casa a preparar la comida. Todavía se acuerda el primero que leyó, un librito pequeño sobre el Che que dice le cambió la vida.
Los medios de protección de Felicia durante la pandemia de coronavirus. Foto: elTOQUE.
Felicia en el pequeño local donde vende libros de uso. Foto: elTOQUE.
Entrada de la casa de Felicia y Orlando. Foto: elTOQUE.
Todavía se acuerda el primero que leyó, un librito pequeño sobre el Che que dice le cambió la vida. Foto: elTOQUE.
Orlando, profesor de Historia. Foto: elTOQUE.
Interior de la casa de Felicia y Orlando en Los Sitios, La Habana. Foto: elTOQUE.
Los Sitios. Foto: elTOQUE.
Felicia, 71 años. Foto: elTOQUE.
Multa que le impusieron. Foto: elTOQUE.
El pequeño almacén de Felicia. Foto: elTOQUE.
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María Fernández
Raquel