Es el festival Havana World Music. Es el Coliseo de la Ciudad Deportiva. Es mi primer concierto de Carlos Varela después de varios años de espera.
Falta poco para la media noche y, a casi treinta metros del escenario, la visibilidad es limitada. Luces. Muchos tragos. Muy cerca, dos muchachas se hacen un selfi para subir su historia a Instagram. Dos enamorados se besan frenéticamente al ritmo de la música. Unos pocos compran cerveza. Mucha. Justo detrás de mi asiento, tres treintañeros, dos chicas y un chico, cantan. Suena Siete. Lloran.
Quienes ahí estamos pudiéramos contar la historia de una familia dividida por la política, la historia de un amigo o de un frustrado amor que va camino a la frontera sur de Estados Unidos. Una historia de censura, de intolerancia o de poca fe. Es la Cuba de Carlos Varela, la mía, la de muchos de los presentes, jóvenes la mayoría.
Varela, como pocos, conecta con su música a varias generaciones de cubanos. Quizá sea por esa maldita circunstancia de que los problemas de su generación son los nuestros. Quizá peores. Es la sensación de continuidad. Las realidades de un país a la deriva que va y viene en un juego político del que somos peones. El sentir de generaciones que han sufrido las consecuencias de la intolerancia en ambos lados de ese cementerio que es el estrecho de la Florida. Rencor sembrado. Herencia. Ese peso que nos obligan a cargar en la espalda, que hasta pudiéramos parecer dispuestos a cargar, pero que no queremos. Al menos nosotros no. Menos hoy.
El más reciente de sus temas, La feria de los tontos, desata la euforia en los presentes. Una chica mueve los labios en consonancia con el canto desenfrenado de quienes la rodean. No conoce la letra. Probablemente hasta hoy no consumía la música de un autor que lleva más de treinta años cantando de lo mismo: de una isla y sus demonios.
«¡A todos nos volvieron locos, esperando por un sueño, por un sueño roto!». Cantan. Le gusta. Sonríe.
Según cuentan varios presentes, a medida que avanzaba la canción, la policía se concentra en los alrededores de la tarima. Minutos después, a solo unos metros de donde estábamos, alguien grita «libertad». Cientos lo secundan. La mayoría en el Coliseo de la Ciudad Deportiva. Otros aplauden. La policía permanece impávida. Asombrada. Se les escapa de la mano semejante muestra de insubordinación. Un pequeño acto de rebeldía. Gritos en una ciudad muda. Visceralmente espontáneo, temporalmente libre.
En la Cuba de hoy, libertad es una palabra satanizada; quizá la más prostituida, la más manipulada. Es un término capaz de provocar temor casi obsesivo e irracional en ciertas mentes. ¿Cómo es posible que no teman al grito de cientos de jóvenes que, en un concierto, con el alcohol circulando por sus arterias, son capaces de hablar de libertad?
No lo vieron venir. Temieron. Estoy seguro. Se percibía. No por gusto acordonaron el espacio entre las gradas y el escenario. No por gusto, al salir, era mayor la presencia policial. La tensión.
Probablemente, dentro de pocos años, la mayoría de los presentes no pueda ir a otro concierto de Carlos Varela en La Habana. La emigración es un cáncer metastásico que carcome y desangra la nación. Cuba es una isla consumida a la que solo se visita una vez al año para ver a los viejos. Mis amigos también se quieren ir. Prefieren «ser olvidados antes que hacer de bufones». Somos otra generación de leñadores sin bosque.
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