Hace algunos días conversé con un adolescente sobre la relación de pareja. Con absoluta naturalidad me dijo: «Me voy a tirar pa’l tiburoneo». De inicio no comprendí de qué se trataba, pero en la medida que avanzó la conversación supe que iría «tirando anzuelos» a las «jevitas», a ver qué «cae».
Me interesó conocer si era un término propio de aquel jovencito, o era algo más extendido. Pregunté a otros adolescentes fuera de su círculo, incluso de territorios más distantes y sí, al parecer, es una expresión extendida, conocida, un código entre varones adolescentes en Cuba.
El «tiburoneo» es un vocablo que nos pone delante asuntos como la sexualidad, el amor, el rol de varones y hembras, contenidos de un asunto más grueso: la relación entre adolescencia y machismo. Y, un poco más allá, sugiere que las batallas contra este flagelo se definen, en buena medida, en esa etapa de la vida.
En materia de relaciones humanas nada es en blanco y negro. Incluso la gama de grises que devela la realidad es inabarcable. Cuando digo batalla quiero decir que, también en la conversación con ese adolescente y otros de su edad, se advierten códigos, comprensiones, acercamientos más afines a buenas prácticas respecto a la relación de género en general, y de pareja en particular. Sensibilidad, respeto, reconocer derechos iguales y un sentido no posesivo en las relaciones de pareja.
¿Son los adolescentes de hoy más o menos machistas que antes? Esta pregunta, si fuera formulada permanentemente, tendría el valor de ser un enjuiciamiento latente al machismo. El asunto está en inquirir, ¿cuántas personas, tanto familiares como docentes, la formulan?
Encaminar cualquier respuesta debe partir de comprender que nuestros hijos e hijas, nuestros muchachos y muchachas en etapa adolescente, conviven en un mundo machista, sistémico, integrado, con permanentes y diversas formas de calar en las actitudes y conciencias individuales y grupales. Incluso con una capacidad adaptativa no abordada suficientemente. Este orden de cosas rige la mayoría de las normas de comportamiento que debemos seguir desde el momento que nacemos con pene o vagina; es decir, cuando llegamos a este mundo heteronormativo.
Al mismo tiempo, esas muchachas y muchachos, nuestras y nuestros, acceden y consumen informaciones, visiones críticas, comentarios y vivencias alternativas a ese estado de la cuestión. Cada vez están más al alcance, en los espacios públicos y privados, cuestionamientos, denuncias y alternativas.
Machismo hay en nuestra construcción social e individual y en el tipo de relación adquirida con las otras y los otros. Esto acontece en cada etapa y escala de nuestras vidas: individual, grupal, escolar, comunitaria, eclesial, familiar, organizacional, etcétera. De ahí la pertinencia de ajustar la pregunta: ¿Cómo opera el machismo en la adolescencia?
No es viable transformar las relaciones desiguales, opresivas, cosificadas y violentas entre géneros si no tenemos conciencia de ello. Dicho en el argot de la psiquiatría, no podemos sanar si no tomamos conciencia de la enfermedad que es el machismo, individual y social.
Pongamos como ejemplo el entorno que naturaliza y refuerza en el adolescente el rol de conquistador insaciable, el sexo por encima de los afectos, los afectos como límite a la «hombría».
Recuerdo a un docente de secundaria que explicó en una «reunión de padres», de esas a la que van sobre todo las madres, que las niñas no deben ir con shorts cortos a la educación física para no provocar a los varones en una edad en que se agitan las hormonas. Es decir, mientras los muchachos casi niños son preparados socialmente para el «tiburoneo», las niñas casi muchachas deben alistarse para prevenir eso que es «normal».
La etapa de la adolescencia es, por excelencia, territorio para la disputa de sentidos entre una masculinidad dominante y las visiones liberadoras de esta. Es decir, es un momento clave para internalizar normas sociales basadas en los estereotipos machistas sobre sexo, género y deseo, o para, por el contrario, entender que las diferencias que aprendemos como niñas y niños son en realidad desigualdad social, histórica, ética, moral y política.
Es decir, la adolescencia es un momento crucial para comprender que en nuestra sociedad ser hembra tiene unas consecuencias diferentes a ser varón, y que estas se basan en relaciones de poder machistas, que pueden traducirse en un código social depredador como lo es la relación entre sardinas y tiburones, con el perdón de ambas especies.
Adolescentes machistas
¿Cómo se manifiesta, en el entorno adolescente cubano, la violencia de género que, también, pueden devenir expresión extrema del «tiburoneo»? Los insultos a las hembras, las descalificaciones, las burlas, los tabúes, la cosificación son algunas de esas expresiones.
El uso de insultos como «perra», «loca», «puta» es más frecuente de lo que podemos sospechar. Lo que parecería un «juego de muchachos» es un entrenamiento para sostener la culpabilidad de las mujeres que sufren algún tipo de agresión sexual y el límite de sus libertades sexuales en el espacio público.
Es notorio cómo se reproduce en el aprendizaje de los adolescentes la sexualidad diferenciada entre géneros. Pervive la cultura falocéntrica y coitocéntrica que supone pasividad sexual en las hembras y sobrevaloración de la sexualidad activa y dominante de los varones, sin obviar el patrón heterosexual que lo sustenta.
El piropo, simulacro de halago y cortejo en el cual se esconde el acoso, está presente entre ellos. Prácticas más agresivas como mostrar el pene a las muchachas en público y sin consentimiento, o mostrarles pornografía en contra de su voluntad refuerzan ese patrón «tiburonesco».
«Gorda», «planchá», «güin», «fea», «pestillo» son descalificativos desde los que opera el machismo contra el cuerpo y la estética de las hembras (también contra los varones que no responden a los cánones de masculinidad predominantes). Los «tiburones», de alguna manera, atacan a sus víctimas regulando su autoestima con términos como «comible o incomible», en referencia al apetito sexual.
En la relación entre jóvenes perviven mitos que reproducen lógicas machistas del amor romántico que confunde el control y los celos con síntomas de cariño y amor; por ende, no saber controlar los celos, dificultar las relaciones de la pareja con amistades y familiares, ridiculizar a la pareja o hacer que se sienta torpe, insultar, gritar, amenazar, e incluso agredir de forma física y sexual.
Según un informe elaborado por Oxfam en 2018, titulado «Rompiendo moldes», existe una elevada prevalencia de imaginarios y normas sociales machistas entre mujeres y hombres jóvenes de ocho países de la región América Latina y Caribe, incluido Cuba.
Algunos de sus datos nos ayudan a subrayar los comportamientos antes descritos. Por ejemplo, el 87 % de la juventud cree que los hombres tienen mayor deseo sexual que las mujeres, lógica desde la cual el 77 % de la población encuestada percibe como normal que los hombres tengan una vida sexual muy activa, al tiempo que se mira mal si las mujeres también lo hacen. Cuba está entre los países donde estas creencias tienen los porcentajes más altos entre las mujeres y hombres de 15 a 19 años.
Entre otros datos, el informe revela que el 62 % de los hombres de 15 a 19 años justifica la violencia sexual por el consumo de alcohol en los varones y el 72 % culpa de las agresiones a las mujeres por la ropa que usan.
La creencia que justifica la violencia sexual al sostener que las mujeres cuando dicen no, en realidad, quieren decir sí es mucho más alta entre los hombres de 15 a 19 años, con un 65 % de respaldo.
Entre otras variables estudiadas, se concluyó que el acoso callejero limita a las mujeres el uso y disfrute de los espacios públicos. El 75 % de los hombres jóvenes encuestados en Cuba lo refieren como algo normal.
¿Son más machistas los y las adolescentes actuales?
El «tiburoneo», claro está, es solo un botón de muestra, desde el universo de la adolescencia, de los intríngulis del machismo y su reproducción. Es un desafío remover en esa etapa de la vida los referentes que suponen la superioridad masculina. Esto demanda, de entrada, desterrar las etiquetas que descalifican a la adolescencia per se.
Es recomendable reconocer y halagar a las personas adolescentes que viven formas de relacionarse menos normativas, más liberadas e igualitarias en términos de género. Es bueno reconocer, a la par, que entre las y los adolescentes es posible encontrar discursos elaborados, profundos y transformadores.
De ese modo, podemos acompañar mejor a las nuevas generaciones en el reto de erradicar, o al menos reducir a la mínima expresión, el machismo y la violencia de género. En igual magnitud, de ellas podemos aprender e impugnar nuestros propios límites machistas.
¿Son más machistas los y las adolescentes actuales? A pesar de los datos compartidos, prefiero pensar que no, pero creo que no se avanza con la celeridad debida, con la integración necesaria de las familias, los medios de comunicación, las instituciones, los espacios educativos formales y las políticas públicas.
El cambio no vendrá por generación espontánea. Debemos resignificar las creencias y comportamientos que producen, reproducen y profundizan las violencias contra las mujeres. Conciencia, denuncia y sanciones son claves en este proceso.
Según el informe de Oxfam, ocho de cada diez mujeres y hombres jóvenes creen que las violencias contra las mujeres son producto de las enormes desigualdades de género, mientras que siete de cada diez creen que este es un problema grave y que las autoridades deberían hacer algo.
Son muchas las mujeres y hombres jóvenes que están protagonizando la construcción de realidades alternativas. Es necesario visibilizar esas experiencias transgresoras. Como señala Oxfam, es imprescindible que las mujeres jóvenes ganen confianza y protagonicen el cambio en sus propias vidas y en los procesos colectivos. Es elemental que mujeres y niñas puedan desmontar los miedos y superar los discursos de impotencia. La apropiación/recuperación del cuerpo tiene un papel central. La solidaridad entre mujeres constituye uno de los grandes desafíos.
Otro paso importante es que los hombres jóvenes reconozcan sus privilegios y el daño que provoca a las mujeres y a los propios hombres el sexismo, desafiar la complicidad machista entre los hombres y no proteger al que violenta. Frente a esa deconstrucción, deben producir alternativas y discursos de masculinidad, dar a conocer testimonios positivos que demuestren las otras formas posibles de ser hombres, alejadas e impugnadoras del «tiburoneo».
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