Desde la primera vez que Roberto González rescató del olvido un artefacto, supo que su mujer jamás dejaría de pelearle por tan inusual pasión. Un amigo le había puesto aquel radio en las manos diciéndole “¿a qué tú no lo reparas?”, y él no tardó en descubrir que podía ser divertido entretenerse arreglando electrodomésticos viejos.
Que los hobbies son costosos, se sabe. Que casi siempre proporcionan más pérdidas que ganancias económicas, también. Pero lo verdaderamente inquietante está en la naturalidad con que este ingeniero eléctrico ignoró que sus vecinos lo tildaran de loco y empezó a compilar antigüedades para echarlas a andar y mantenerlas funcionando dentro de su apretada casa, a escasos metros del hotel principal de Morón.
De ojos verdes gatunos y un físico “bastante desgastado”, a los 49 años es quizás el único anticuario cubano que a la vez colecciona y restaura. Lleva dos décadas haciéndolo y casi todas sus adquisiciones escapan de la producción del antiguo campo socialista. Por mayoría, fueron fabricadas en Estados Unidos y pertenecen a marcas establecidas en la Isla antes del triunfo de la Revolución.
Al radio viejo que el amigo le puso en las manos —y que arregló perfectamente— le siguieron más de un centenar de piezas y ahora, que las broncas de su esposa por llenarle las habitaciones de tarecos no son un problema, cuelgan de las paredes o reposan en estantes y esquinas otros nueve radios, tres tocadiscos (que se fundieron en uno), televisores, lavadoras, ventiladores, batidoras, teléfonos, relojes de los que solo pudo conservar el mecanismo porque tenían podrido el cuerpo de madera, más de una decena de planchas y metros contadores de todo tipo, una pagadora personalizada de cheques, cámaras fotográficas y de video…
Si el televisor Caribe y el radio VEF marcaron hitos en la historiografía electrodoméstica en Cuba, en el hogar de Roberto González lo hicieron un televisor Dumont del 57 donde Chaplin todavía sonríe en blanco y negro; y un proyector Bell & Hower del 52, el equipo que le ha sido más difícil de rescatar y un refrigerador Westinghouse de 1950.
—Espero usar este refrigerador como setenta años más, —me asegura.
Aprendió lo que era un central azucarero después de graduarse en la Universidad de Camagüey a inicios del Período Especial, instaló paneles eléctricos e hizo arrancar estaciones de bombeo de agua para el turismo en el Norte de Ciego de Ávila, y terminó persiguiendo relojeros y reparadores de radios, televisores y proyectores de cine en el barrio para que le enseñaran los secretos del oficio.
La premisa fue “no comprarle nada a nadie”. De ahí que al tocar a su puerta algunos vendedores de máquinas obsoletas y valiosas, él escogiera seguir reuniéndolas sin gastar un centavo en adquirirlas. Dicho de otro modo: prefirió recogerlas de la basura, que se las regalaran o recibirlas a modo de pago por sus servicios como mecánico a domicilio. Todavía mantiene esos quehaceres y trabaja para empresas del Estado cada vez que se lo piden.
En una ocasión, por ejemplo, convenció a un cliente para que le retribuyera el arreglo de una lavadora con un radio que iba a botar. “No servía, estaba desbaratado, pero tenía piezas con las que podía salvar otro igualito”. Aquel radio era un Phillips holandés, y Roberto necesitó de tres para armar uno.
Apenas queda espacio ya para acomodar los aparatos en la casa, pero allí siguen acudiendo en oleadas los turistas. El sitio constituye hoy una especie de museo encogido por el que peregrinan casi todos los extranjeros que llegan al pueblo moronense y eso alimenta la tenacidad de su propietario.
Hay quienes se emocionan, hay quienes se asombran, y hay quienes incluso lloran de nostalgia, como la canadiense que se trasladó hasta su infancia al escuchar el pedaleo de una máquina de coser Singer. “Mi abuela tenía una de esas”, expresó la visitante entre lágrimas.
De persona común, Roberto González únicamente tiene el nombre, porque su labor de curandero de reliquias puede sonar poética, pero también inverosímil. Reconoce que cada uno de sus raros artefactos es un hijo del que no está dispuesto a deshacerse nunca. Ni siquiera si se lo pide su mujer.
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Miko