Lo primero que quiere hacer mi hijo Javier ahora que a los 16 años ya tiene su primer carné de identidad, es entrar al Piano Bar de la Villa Panamericana en el barrio de Cojímar donde vivimos.
De este establecimiento, más cafetería que bar, los custodios le sacaron varias veces por ser menor de edad, cuando intentaba compartir con sus amigos del preuniversitario la proyección en sus televisores de algún partido de futbol de la Liga Española.
La llegada a la mayoría de edad en Cuba es un momento que no deja de tener su magia para cualquier adolescente. En mi caso, por ejemplo, recuerdo la impaciencia para entrar al cine a ver aquellas películas que clasificaban para más de 16 años. Lo peor fue que luego de poseer mi identificación de adulto, nunca más me la pidieron en ninguna taquilla.
Al acompañar a Javier a la oficina de registro de identidad, requisito que debe cumplir uno de los padres para que le extiendan el documento, de alguna manera cerrábamos un ciclo, que inició cuando pocos días después del 1 de mayo del 2000 también me correspondió recibir la tarjeta de menor del recién nacido.
Lo que tal vez no sepa mi hijo es que ese orgullo por su nuevo carné que siente a los 16, tal vez dentro de dos o tres años sea un fastidio, cada vez que en la calle un agente de la Policía, por cualquier motivo y hasta sin él, le ordene mostrárselo.
Por eso exigen, en mal castellano, el carné de “idad”. Esta es la pronunciación distorsionada con que algunos oficiales del orden reclaman el documento. La frase proviene de un chiste famoso en Cuba, que también responde, por cierto, a un estereotipo que discrimina a los policías por su origen territorial, al ser muchos de las provincias más orientales del país.Es difícil suponer un país del mundo donde abusen tanto de este método de control para la ciudadanía. Parecería que no bastan las acciones o el comportamiento público de las personas, hay que constantemente comprobar su identidad.
Hay otros dramas alrededor de esta identificación que es probable que Javier no llegue a conocer nunca en su propia piel, pero sí existen.
Las personas transexuales, por ejemplo, sufren mucho por la incongruencia entre el género que construyen y los datos en su carné que dicen lo contrario. Su nombre es la primera contradicción que salta a la vista, el cual como regla le impiden cambiar en los tribunales, aunque nadie las reconozca por el apelativo que reza en el registro.
Pero sobre todo, agrede a la transexualidad esa vieja categoría que el Ministerio del Interior reincorporó al nuevo diseño de documento oficial, en franco retroceso con el modelo anterior: el sexo. Una mujer trans, con su foto femenina, cuyo carné dice es masculino, puede desatar desde la burla y el escarnio hasta cualquier acción represiva o de abuso policial.
Muchos otros usos tiene el carné de identidad en la Isla, legales y hasta no tanto. Desde servir para inscribirte en un hotel, hasta como garantía en el guardabolsos de una tienda, o para recibir la ropa de cama en un hospital.
Ya tendrá Javier tiempo de descubrir estos y otros secretos. A sus 16 años, dejémosle disfrutar al fin de su carné de “idad”.
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