El color de un país depende, siempre, de los ojos de quien lo mira. Lo que para unos es una maravilla a otros puede resultarles trivial. Donde unos ven resistencia otros pudieran notar conformidad, lo que para unos es común, para otros puede ser inolvidable.
Cuba no se escapa a ello. Es más, si un país se ha ganado rostros varios, ese es el nuestro. Rostros pintados por los que se fueron y por los que nos quedamos, por quienes nos respetan desde la distancia o los que nos vilipendian con los mismos mares de por medio. Cada cual quiere tener la suya, su versión particular de Cuba como una porción de carne que arrancaron de cuajo, del muslo, del cuello, de la panza de la nación y ahora mordisquean a su antojo.
Como si no fuera más justo aceptar que somos un país plural, que cada historia nuestra siempre será una historia de la nación, pero que un país entero así sea una isla mínima como esta no cabrá nunca en una única historia, no importa cuánto y cómo cuente. La prensa oficial tiene la suya, la alternativa la suya, la gente dependiendo de donde viva, qué come, qué gana la propia, y se la disputan: cada cual quiere poner la que le pertenece primero, y que sea la verdadera, la única.
Cuando, en realidad, el mismo país donde vive una “mujer pez”, al parecer, olvidada por la sociedad, es el que logró eliminar la transmisión del virus del SIDA de madres a hijos e inmuniza a sus ciudadanos contra trece enfermedades, por solo citar los clichés.
Una nación que lo mismo guarda historias de cómo basureros han sido convertidos en barrios o viceversa, de niños que, como no pueden ir a la escuela, son educados en su casa por un maestro que cada día sube a pie una loma de varios kilómetros, como sucede en mi provincia, muy cerca de un sitio conocido como Felicidad de Yateras.
Para los turistas, Cuba es playa, ron, rostros sonrientes que siempre venden algo, proponen algo –ser amigos, ser novios, guías, acompañantes…-, mulatas de traseros enormes, el Chan Chan, La Guantanamera y, en el medio de todo eso, la pobreza que no buscan ni quieren entender.
No son varias Cuba, empero, sino una indivisible, desbordante, a veces coqueta, a veces dura, abrasadora, con contrastes, pero siempre una nación viva y como tal compleja, múltiple como plurales son sus historias, sus sitios, sus horas: un país tan normal como cualquier otro.
Pareciera que, con este país, todo fuera una cuestión de extremos. Se la ama o se le odia, se la goza o se la sufre, con la posibilidad de ir de un sitio a otro en una misma vida: la lista es larga, desde el peruano Mario Vargas Llosa hasta el uruguayo Eduardo Galeano, pasando por más de un nombre desconocido.
Lo cierto es que la llevamos duro a veces, como a las personas bien amadas: mi abuela decía que de los grandes amores nacen los odios más descomunales, las frustraciones más profundas, las traiciones más sentidas…, y llevaba razones mi vieja.
El asunto es qué hacemos con esas diferencias, con esos muchos países que percibimos dentro de este país único que debemos querer entero, u odiar entero, porque no es posible fraccionarlo, disecar lo que nos gusta, la parte del país que nos parece angustiosa o ajena, y quedarnos exclusivamente con la querible.
Si acaso despreciarlo, quienes puedan hacerlo. Amarlo como elección, también quienes puedan. Vivirlo, aquellos que nacimos con esta “maldita circunstancia del agua por todas partes” como la vio Virgilio: mar barrote, mar marco físico más que contexto; y no renunciamos a ella a pesar de todo.
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María Hernández León
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