Una inadecuada actuación policial responde muchas veces a la falta de trabajo educativo con las fuerzas del orden. Así lo cree uno de nuestros colaboradores que reclamó la amenaza recibida de manos de un agente de la Policía en La Habana.
Por: Francisco Rodríguez Cruz
“¡No te pongas pa’ eso, que te meto pa´l calabozo encantado de la vida!”. Esa fue la frase que usó un policía para amenazarnos a mi pareja, a un amigo cubanoamericano y a mí cuando intentamos saber la razón por la cual nos desalojaban de una céntrica esquina habanera a la que acuden cada noche decenas de jóvenes gais, lesbianas, bisexuales y trans.
Ese tipo de operativos policiales, según activistas y amistades homosexuales, son frecuentes en esa intersección de Infanta y 23, en la barriada del Vedado, uno de los puntos de reunión de la comunidad LGBT desde hace bastante tiempo.
Al día siguiente, luego de publicar en mi blog el audio de aquella tensa conversación con los oficiales del orden, presenté una queja formal contra el procedimiento policial, y en particular por la actitud y tonos abusivos de uno de los uniformados, ante la dirección de Atención a la Ciudadanía del Ministerio del Interior (Minint).
Semanas semanas después recibí respuesta a esa reclamación en una reunión con oficiales de esa dependencia y la jefatura de la Policía del municipio Plaza de la Revolución, con la cual quedé solo parcialmente satisfecho. ¿Por qué?
Aunque las autoridades esgrimen un rosario de indisciplinas y hasta probables delitos como justificación para a menudo intervenir y dispersar a la juventud que con asiduidad se reúne en esa u otras áreas urbanas cubanas, todavía nuestras fuerzas del orden público adolecen de mucha falta de profesionalidad en su desempeño frente a la ciudadanía.
Actuaciones discriminatoria todavía resultan abundantes hasta en las acciones policiales más rutinarias, como pedirle a alguien su identificación personal en un espacio público.
Esta carencia de tacto para el manejo imparcial y respetuoso de la diferencia se manifiesta en una bastante extendida percepción ciudadana acerca de que existe una vigilancia mucho más estrecha —hay quienes dicen que puede llegar a ser casi un hostigamiento— hacia integrantes de determinados sectores sociales, a veces incluso con el empleo de lenguaje y gestos despectivos o inapropiados.
La diferenciación negativa en el tratamiento policial hacia individuos o grupos poblacionales que sufren cualquier tipo de estigma social, como puede ser el caso de la comunidad LGBT —pero podrían ser otros—, requiere mucho más que una simple disculpa como la que recibí a modo de satisfacción ante mi reclamo, aunque eso resulte un buen primer paso.
Porque la policía no puede atribuir las indisciplinas a la orientación sexual, la identidad de género o cualquier otro rasgo distintivo de las personas que asisten a determinado lugar.
Hoy ninguna autoridad o entidad pública en Cuba declararía o reconocería que detrás de alguna de sus acciones hay una motivación homofóbica, transfóbica o racista, pero todavía en la práctica puede suceder que tales sentimientos asomen su desagradable e injusta pezuña y decidan en un comportamiento puntual.
Los oficiales con quienes me reuní, por ejemplo, admitieron con honestidad que persisten los prejuicios homofóbicos y transfóbicos en parte de sus fuerzas. Les sugerí que les brinden a sus infantes y postas policiales en las calles una capacitación específica sobre aspectos de la diversidad sexual.
El estatal Centro Nacional de Educación Sexual y sus redes comunitarias de activistas que abogamos por los derechos de la comunidad LGBT, tenemos que continuar esta labor educativa, y no cansarnos de proponerles esa asesoría a todas las instituciones gubernamentales posibles, lo soliciten o no. Digo más: si la policía no va al Cenesex, el Cenesex debería ir a la policía.
De esa forma, si cada cual hace lo que corresponde, policía, instituciones, ciudadanas y ciudadanos, podremos salir a pasear una noche y compartir civilizadamente, ya sea en la esquina de Infanta y 23 o en cualquier otro sitio donde la gente joven —y vieja también— vaya a enamorar, flirtear, escuchar música o exhibir sus peinados y atuendos de moda, sin que les desalojen ni nos amenacen con meternos a un calabozo.
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