La cúpula del poder político en cualquier lugar del mundo suele estar siempre un poco enajenada de la realidad

Foto: Reuters.

El grito de la realidad vs. el cinismo y la enajenación de la clase política

18 / mayo / 2022

La cúpula del poder político en cualquier lugar del mundo suele estar siempre un poco enajenada de la realidad; y mientras más coercitivo es el ejercicio del poder político, más notable es la evidencia que produce la desconexión fundamental de la realidad entre quienes imponen el poder y a quienes pretende imponerse. La enajenación es un rasgo constitutivo de la clase en el poder porque la posición de poder implica, por lo general, un alejamiento de la vida cotidiana, en un sentido material y psicológico.

Hablar de ese tema en la realidad cubana no significa, por tanto, suponer que se trata de un fenómeno exclusivo del país o del sistema político; en todo caso, este tiene sus particularidades de acuerdo con la forma concreta en la que el poder político se ejerce en un contexto totalitario profundamente ideologizado.

El caso particular de Cuba se entiende mejor a partir del peso y la naturaleza de la ideología en el totalitarismo y la impunidad del poder cuando se ejerce sin contrapesos. La enajenación política produce, en estas condiciones, un deterioro retórico y un vaciamiento de sentido que es llenado con cinismo, frivolidad o, de manera directa, con narrativas paralelas sin basamento en la experiencia. Un ejemplo de esto último es un fragmento de una publicación reciente —«Misterios»— del periódico Granma:

«El pueblo, como concepto, se presta para la demagogia vil hasta que, aterrizado por Fidel, adquirió sentido de clases. Al decir, el pueblo, “si de lucha se trata”, lo ungió del mismo misterio que combate, pero esta vez, le trajo a la fórmula la inédita capacidad colectiva de transformador social por un mundo inalcanzado. Mundo al que se aspira, desde que lo invocó como meta el primer crucificado, y lo trajo a lo cubano, el diseñador de la república ideal. Fidel condensó en el pueblo el misterio que siempre nos ha acompañado».

Esta deriva retórica poblada de términos como misterio o mística —ver el capítulo 1 de la serie Las cinco puntas de la estrella, que se ha vuelto casi cotidiana en publicaciones gubernamentales y cuya retórica parecería más cercana a un lenguaje religioso— es una extensión lógica de la manera en que la ideología se construye como una verdad revelada que crea una comunidad de elegidos. El uso de tal retórica, llevada al extremo, muestra una desconexión tan profunda de la experiencia de la vida cotidiana que resulta patológica; entendiendo como patológica una situación que —aunque ha sido creada por algo más (en este caso por un abuso del lenguaje retórico sin sustento)— se ha vuelto autónoma y ejerce su dominio desligada de sus condicionantes.

La ideología tiene en sí un potencial para la enajenación. Václav Havel habló de ella en estos términos: «La ideología —como “coartada-puente” entre el sistema y el hombre— llena el abismo entre los planes del sistema y los planes de la vida; da a entender que las pretensiones del sistema derivan de las necesidades de la vida: es una especie de mundo de la “apariencia” que se expende como realidad» (1990).

Pero la ideología es una interpretación de la realidad que suministra el poder, que está subordinada al interés del poder; «tiende, por tanto, intrínsecamente a emanciparse de la realidad, a crear un mundo de “apariencia”, a ritualizarse» (1990). En una realidad de tipo totalitario, los correctivos que impedirían a la ideología separarse por completo de la realidad no existen, de modo que esta puede transformarse en «un mundo de apariencias, un mero ritual, un lenguaje cristalizado, falto de contacto semántico con la realidad y transformado en un sistema de signos rituales que sustituyen a la realidad por una pseudo realidad» (1990).

La explicación de Havel contiene tres argumentos fundamentales para comprender el efecto de la imposición ideológica. Primero, su cualidad de mundo de apariencia que se expende como realidad pero al que —en realidad, y valga la redundancia— sustituye; la ideología como sucedáneo de la experiencia. Segundo, que la ideología se encuentra en una relación de subordinación con el poder. La narrativa ideológica divulga una explicación del mundo que es funcional a la reproducción del poder político y por tanto de la clase política. Finalmente, que en el totalitarismo no hay contrapeso o mecanismo de corrección alguno que impida a la narrativa ideológica colocarse en el lugar de la realidad.

La ideología no es la única fuente de enajenación ni tendría que conducir de manera necesaria a niveles patológicos de enajenación y desconexión de la realidad. En el mundo de la posverdad, poblado de teorías de conspiración, los mundos paralelos proliferan en unas magnitudes tales que muchos de los problemas actuales con los que hay que lidiar derivan de la imposibilidad de llegar a acuerdos —porque quienes deberían llegar a ellos habitan en realidades diferentes—.

Los dos últimos años han aportado evidencia abrumadora sobre esa imposibilidad, por ejemplo, con los movimientos antivacunas. Aunque en esos casos la mudanza a mundos paralelos de sentido deriva de diferentes condiciones —de la crisis generalizada en instituciones como la ciencia, la salud pública, la tecnología y el Gobierno—, es sintomático que los regímenes totalitarios, en los que la ideología domina la vida cotidiana en todos los niveles de la sociedad, sean dados a «explicar» los fenómenos mediante teorías de conspiración. Teoría de conspiración en sentido estricto es, por ejemplo, haber atribuido las manifestaciones del 11 de julio a manipulaciones y maniobras de la CIA, y fallar en reconocer las motivaciones propias de las personas que se lanzaron a la calle ese y, en menor medida, el día siguiente.

Este es un fenómeno que requiere una exploración detallada para arrojar luz sobre los mecanismos cognitivos que vuelven atractivas las teorías de conspiración. Al menos uno de tales mecanismos es relevante para dar cuenta de la mudanza radical de la clase política a la realidad de la propaganda y la ideología. Los investigadores del tema apuntan que uno de los atractivos de las teorías de conspiración es que proveen un sentido de pertenencia atribuible al conocimiento de una especie de verdad revelada, accesible a unos pocos elegidos. Las teorías de conspiración son, en ese sentido, similares a las ideologías, proporcionan una sensación de posesión de la verdad que establece una diferencia radical con quienes no la poseen. Como recuerda Rafael Uzcátegui, «todas las ideologías vehiculan una determinada visión del mundo, asignan a quienes las comparten un lugar privilegiado desde el cual mirar la realidad y definen lo que resulta políticamente correcto pensar o, por lo menos, decir para quienes gravitan en su área de influencia» (2021).

La atracción de la ideología no es exclusiva de la clase en el poder que la propaga y administra, pero le otorga elementos para reforzar su sensación de estar lejos y por encima del resto de la sociedad. Posee una «verdad» que es auto evidente y está, además, al mando del manejo de esa verdad; algo que no todos los usuarios de las teorías de conspiración pueden reclamar para sí. En relación con el poder, están generalmente en una posición subordinada, lo cual otorga cierto atractivo a la pertenencia a comunidades conspirativas; son outsiders que han escapado de sistemas de control y dominación.

Así que, en lo que al poder respecta, la diferencia es radical. Sin embargo, cuando esa posición deja de ser subordinada y toma decisiones produce noticias falsas, hechos alternativos y realidades prescriptivas. En Cuba hay miles de ejemplos que evidencian lo que sucede cuando quien toma las decisiones no se preocupa por transformar la realidad, sino por contar una inexistente que puede amoldarse a sus necesidades. Es lo que expresa con claridad, por ejemplo, la percepción popular de que los planes de producción de papa se cumplen… en el Noticiero Nacional de Televisión. Así, las papas pueden no llegar al mercado, aunque los locutores televisivos hagan alboroto con el sobrecumplimiento de los planes estatales.

El fenómeno no puede entonces extrapolarse por completo, pero sí es reconocible en el sentido de pertenencia que generan a partir de la posesión de una verdad trascendente —esa que permite hablar de misterios y revelaciones—. El elemento del poder introduce una diferencia fundamental en la manera en que se instrumenta ese sentido de pertenencia. Para la clase política —y en mayor medida mientras más alto se encuentre en la escala jerárquica—, se trata no solo de pertenecer, sino de tener el derecho a imponer la ideología sobre el resto de la sociedad y a hacerlo en un ambiente de impunidad en todas las dimensiones.

Los políticos cubanos no solo no pueden ser juzgados, sino que ni siquiera pueden ser cuestionados públicamente. Una ideología en el poder al servicio de ese poder, sin contrapesos ni contestación que permita corregir sus derivas, termina por producir delirios que recurrirían a la exhibición de actitudes de burla explícita, cinismo y frivolidad ilimitadas. En un punto determinado, el poder pierde el pudor y los escrúpulos en sus expresiones públicas puesto que, además de compulsado por su deseo de conservación para imponer su visión de mundo, cuenta con la inaccesibilidad del resto de la sociedad a sus espacios de expresión.

Las redes sociales resultan tan peligrosas y la clase política les teme porque en ellas escapan por completo a la pretensión de ser intocados por la voz ciudadana. La ciudadanía se expresa allí sin las constricciones que el poder sueña para su existencia incontestada. Los sueños de imponerse sin contestación se han transformado —para quienes pretenden controlar la voz que emerge sin maquillajes y sin mucha metáfora en las redes sociales— en pesadillas, porque la contestación no solo existe, sino que lo hace mientras revindica un lenguaje craso y directo al que las grandilocuencias retóricas de la ideología no le hacen la más mínima mella.

Ahora, hablar de enajenación supone muchas veces entenderla como un fenómeno meramente cognitivo o psicológico, una enfermedad, un daño en la manera de ser que implica la incapacidad de empatizar con los demás. Ello permitiría excluir o disminuir, en un juicio crítico, las evaluaciones sobre la malevolencia o la intención deliberada en las manifestaciones de la enajenación política. O sea, que afirmar que están enajenados equivaldría a decir que no son malvados porque no tienen plena intención en lo que hacen. Ese no es el caso. La desconexión de la realidad de la clase política es enfermiza en la medida en que implica siempre una ausencia de empatía. Para el poder y su necesidad de reproducirse e imponerse, las vidas concretas tienden a importar muy poco. Asimismo, producen un daño intencional como resultado de mirar las vidas concretas como peones de un tablero ideológico. Valen no por lo que son, sino por lo que sirven en ese tablero: o contribuyen al reforzamiento de la realidad paralela de la ideología o son un peligro para su sostenimiento.

Es ahí donde la enajenación como distanciamiento de las preocupaciones y las experiencias de las personas concretas convierte el cinismo en el rasgo fundamental de la expresión pública del poder. En esa dimensión, la enajenación no se manifiesta solo en el lenguaje de la revelación, la trascendencia y el misterio, sino de manera directa a través del cinismo. El reconocimiento público de ese cinismo es lo que provoca las reacciones airadas al tuit en el que la «primera dama» llama a su esposo, el presidente del país, el «dictador de mi corazón». Tal banalización, tal frivolidad, es solo posible porque lo que la gente común piensa o siente no significa nada y porque la clase que la «primera dama» representa se cree fuera y por encima de la realidad común.

Pero la realidad termina siempre imponiéndose. En Cuba, la realidad ha hecho irrupción sobre la planitud de la imposición y el delirio ideológico desde hace mucho tiempo y de formas muy variadas. En las últimas semanas, lo ha hecho en un acrónimo: DPEPDPE. Significa «De Pinga El País De Pinga Este». Para quien no conoce el lenguaje directo de la calle pareciera, en un primer momento, un mensaje en clave. Por supuesto, en un régimen en el que las palabras pueden costar la cárcel, es de esperar que los mensajes más potentes tomen de inicio una forma críptica. Sin embargo, esa es solo la superficie del fenómeno. Una vez descompactadas esas iniciales, lo que develan no podría ser más evidente. Recogen el hastío, la angustia y también la incapacidad de encontrar sentido en una realidad que hay que sufrir, entre otras cosas, por el desprecio que la clase política siente por quienes tienen que vivirla cotidianamente.

Cualquier usuario del español cubano conoce la riqueza semántica que un simple «de pinga» evidencia. Y cualquiera que conozca la realidad cubana sabe que no hay mejor respuesta para las grandilocuencias, la vacuidad y, en última instancia, el cinismo de los discursos oficiales que un simple DPEPDPE. DPEPDPE es el contraataque de la realidad. Lo que está del lado de los subordinados —esos a quienes el poder pretende mantener siempre dóciles y en silencio— es la realidad, y esta irrumpe y agrieta por todas partes la acartonada escenografía del totalitarismo. 

Referencias

Havel, V. (1990). El poder de los sin poder. Encuentro Ediciones.

Uzcátegui, R. (2021). La rebeldía más allá de la izquierda. Un enfoque post-ideológico para la transición democrática en Venezuela. Náufrago de Ítaca Ediciones.

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