El tatuaje cubano: un sobreviviente clandestino

Ilustración: Ramsés Morales

El tatuaje cubano: un sobreviviente clandestino

4 / agosto / 2023

La clienta más longeva tatuada por Yasmani sobrepasaba los ochenta años. Tras sobrevivir a un cáncer de mama decidió ponerse el nombre de sus nietos en el antebrazo. «Nunca se me va a olvidar porque me dijo que no podía irse de este mundo sin probar qué cosa era tatuarse», cuenta el tatuador con el orgullo de haber realizado una pieza única. Una buena parte de la generación que hoy tiene más de 65 años ha asociado los tatuajes con «delincuentes, prostitutas o marineros». Así lo escuché de las personas mayores más de una vez en mi niñez. 

En las prisiones las personas se tatuaban a muleta nombres de familiares, vírgenes o los íremen en la espalda que identificaban a los miembros de las diferentes hermandades de la religión abakuá. La técnica consistía en fijar agujas a la punta de un lápiz o cualquier soporte de agarre. La tinta negra se fabricaba a base de plástico derretido y jabón. Como resultado, las líneas y rellenos se tornaban verdosos, el proceso de curación era lento, se creaban postillas en la piel. 

Los primeros tatuadores también comenzaron utilizando muletas o máquinas rústicas inventadas con motores de grabadora, bolígrafos y agujas de acupuntura. En el barrio portuario Regla, entre el folclor yoruba y los símbolos abakuá, Julián se hizo famoso por lograr la mejor calidad que se podía alcanzar a muleta. La precariedad de los implementos tenía como resultado picas que se podían confundir con tatuajes hechos en prisión.

En la medida que los tatuadores han logrado equipar sus sets con materiales más profesionales y han perfeccionado sus técnicas, la mirada prejuiciada de la sociedad con respecto a quienes lucen marcas en la piel ha variado. «Hoy en día la calidad que han alcanzado las tintas llena la vista de la gente. Entonces, una persona mayor te mira un tatuaje y dice: “ay, no me gustan, pero de verdad que quedó bonito”», afirma Yasmani. 

Él comenzó a tatuar a los trece años, en el 2000. Su primera piel fue la de su madre. Después de ello se quedó con el bichito de experimentar en otras pieles. Le apasionaba saber que su obra podía quedar de por vida. Su formación estuvo guiada por los conocimientos del pintor y dibujante Cecilio Avilés, conocido por dar colores y forma al popular animado Cecilín y Coti.

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En Cuba, si una persona quiere abrir una cafetería, existe la licencia para ello. Sin embargo, los estudios de tatuaje habitan en un limbo legal en el que la práctica no es prohibida ni aceptada. Las instituciones culturales tampoco avalan a los tatuadores como artistas. Salvo aisladas exposiciones o eventos en conjunto con la Asociación Hermanos Saíz, Fábrica de Arte y el Festival Peace and Love, es un gremio que autogestiona su supervivencia.

Los materiales son netamente de importación y comercializados en el mercado negro. Muchos tatuadores concuerdan que en Cuba se puede conseguir casi cualquier marca de tintas, suplementos e incluso las últimas tecnologías, pero a precios superiores a los valores internacionales. «Ahora mismo, una libra de arroz está a 200 pesos y eso es una necesidad. El tatuaje es un lujo y quien te toca a la puerta para hacerse uno es porque tiene comida en su casa. Todavía no he visto a nadie que haya dejado de comer para tatuarse. Nosotros compramos los materiales caros y por eso tenemos que cobrar bastante caro», explica Yasmani sobre el aumento de los precios, atravesados por la crisis y la inflación que vive el país.

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La Asociación Cubana de Artistas del Tatuaje y la Perforación (ACATP) fue una iniciativa del jurista y militar retirado Vitelio Manuel Ruiz Miyares, propulsor de una serie de acápites enfocados en que los tatuadores reconozcan «las orientaciones políticas del Partido Comunista de Cuba y la Unión de Jóvenes Comunistas». Entre los objetivos de la ACATP está «defender la libertad creadora y la obra del arte corporal de sus miembros sobre la base de principios éticos, favoreciendo la valoración crítica y rechazando cualquier tergiversación o manipulación del arte en contra de la Revolución».

«La primera reunión con Vitelio fue en 2016 en el municipio Playa. A mí me llama Agustín (reconocido tatuador habanero). En La Habana se hicieron alrededor de catorce reuniones, pero esas reuniones partieron por todo el país desde la punta de Pinar del Río a Guantánamo y al final no resolvieron ni nos representan en nada», relata Yasmani, quien fue uno de los que en un principio pensó que la iniciativa podría ser una oportunidad de respaldo legal y apertura para la comunidad. En la actualidad, aunque posee una página en la red social Facebook, carece de legitimidad en la mayor parte del gremio.

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La Marca es uno de los estudios más reconocidos del país, ahí se han tatuado el director de cine cubano Fernando Pérez y CJ Ramone, bajista de la banda punk estadounidense The Ramones. Situada en el casco histórico de La Habana, cuenta con gran notoriedad entre el público cubano y el extranjero. Leo Canosa, fundador del estudio en 2014, explica: «La Marca nace a partir de la necesidad de tener en nuestro país un espacio dedicado al arte de tatuar con las condiciones requeridas». Para muchos, La Marca es el único estudio de tatuajes legal en Cuba. Sin embargo, su director aclara que «se encuentra en el mismo limbo legal que los demás».

«Nosotros como estudio nunca hemos tenido ningún altercado con las autoridades. Se ha especulado que La Marca tiene algún vínculo con la Oficina del Historiador, lo cual es falso. Nuestro estudio se ha ganado el respeto de la comunidad gracias a nuestro trabajo y todo ha sido gestionado y pagado con nuestro dinero. Además de continuar con nuestro objetivo de legitimar el tatuaje cubano aún estigmatizado en el país».

El reconocimiento y profesionalización de La Marca también se deben al rigor y los altos estándares que mantienen en cuanto a medidas sanitarias, una de las preocupaciones más frecuentes de las personas ante la posibilidad de contraer enfermedades transmisibles como el VIH o infecciones que puedan dañar la piel.

«En general, un estudio de tatuaje debe regirse por estándares de salud bien altos. Todo el material debe ser de uso único y desechable. También, se deben cumplir ciertas reglas de higiene y desinfección del lugar de trabajo, muy parecido a un salón de cirugía. El área de esterilización debe estar alejada de todo contacto con el personal ajeno. Además, todos nuestros artistas han cursado seminarios higiénico sanitarios», explica Canosa.

Leo comenzó a tatuar a mediados de 1995 en Alamar, al este de La Habana. Alamar es un barrio de contraculturas, ahí se gestaron los primeros festivales de rock y rap realizados en Cuba en la década de los noventa. No solo ha sido un tatuador, también ha sido un activista por el reconocimiento de este arte en el país. Su activismo le ha otorgado gran prestigio dentro de la comunidad. En su trayectoria ha picado a varios artistas, entre los que se pueden mencionar Ana de Armas, Amaury Pérez Vidal, Leonis Torres, Léster Hamlet y El Taiger.

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Dentro del mundo de las artes visuales, puede decirse que el tatuaje ha quedado como un oficio menor. Quizá porque en Cuba no abunda mucho el tatuaje de diseño y los tatuadores se rigen por los gustos de sus clientes. Sandra Ceballos es una artista visual cubana que salió de todos los marcos institucionales para crear con total libertad y transgredir las barreras de lo establecido. En 1994 fundó Espacio Aglutinador, su propia sala de exposiciones y estudio junto al artista Ezequiel Suárez. Ahí ha dado cabida a todo el arte irreverente sin espacio en sitios oficiales. Desde la banda punk Porno Para Ricardo hasta piezas de Art Brut y exposiciones del arte erótico más transgresor.

En 1996, Sandra borró los límites entre el tatuaje y las artes plásticas al organizar en Aglutinador la performance «Salomón conmigo», en homenaje al artista e ilustrador Chago Armada fallecido un año antes. «La Carne» fue el segmento de la exhibición que lo cambiaría todo. Se exhibieron obras de José Bedia, Tania Bruguera, Carlos García, Lázaro Saavedra e Ismael Gómez referidas al tema del tatuaje, bajo la curaduría de Gerardo Mosquera, Orlando Hernández, Ezequiel Suárez y la propia Sandra. Nelson DʼLeon, Arquel Baganet y Yovany Cabañas fueron los tatuadores invitados a mostrar sus prototipos. Por su parte, el Che Alejandro tatuó en vivo a Sandra, al realizar una de las primeras intervenciones de este tipo en aquellos años.

«Los artistas comenzaron a disfrutar del tatuaje como adorno para el cuerpo. Luego, los más recalcitrantes lo utilizamos conceptualmente para nuestro propio discurso artístico. Tal es el caso del artista español Santiago Sierra y el performance “Una línea de 250 cm tatuada sobre seis personas remuneradas”, realizado en 1999 en Espacio Aglutinador», cuenta Ceballos y muestra cómo el arte corporal también es un recurso para construir discursos artísticos originales, críticos e irreverentes.

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En Cuba el mercado del arte es precario. Por ello, muchos tatuadores comienzan impulsados por la ganancia económica inmediata que genera la práctica. Algunos tatuadores provienen de escuelas de artes; otros son autodidactas con inclinaciones a la plástica que buscan esta vía para subsistir y sustentar otras obras en formatos diferentes a la piel. 

«Yo estaba en la escuela cuando empecé a tatuar. Era muy suculento para una persona de 18 años cobrar y poder aportar dinero a la casa. Entonces, vendí una computadora que tenía y con ese dinero abrí el estudio», cuenta Oscar Valentín, un joven tatuador graduado de la Academia de Artes Plásticas de San Alejando. 

«Es algo que me gusta, pero realmente fue por la economía más que por otra cosa que empecé», afirma Oscar quien además ha contado con el apoyo de su madre, Sandra Ceballos.

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La cultura del tatuaje en la isla fue mayormente impulsada por hombres. Pero eso ha cambiado. Hoy existe un mayor número de mujeres que practican la disciplina en el archipiélago. Para algunas el proceso de iniciación ha sido más difícil y debieron enfrentar ciertos estigmas y prejuicios por el hecho de ser mujeres. Sin embargo, esta situación no ha frenado las ansias de tatuar y de tatuarse.

«La presencia femenina ha aumentado considerablemente en los últimos cinco años. Cuando comencé a tatuar eran muy pocas (al menos en La Habana, imagino que en el resto del país serían menos), pero ahora mismo hay muchísimas mujeres tatuando y muy buenas», afirma Amanda Santana, una de las principales promotoras del tatuaje femenino en la capital.

Algunas han fundado sus propios proyectos, aunque siguen siendo pocos los espacios con liderazgo femenino. Este es el caso de Zenit Tattoo, un estudio fundado por la arquitecta y tatuadora Ana Lyem Lara, que en la actualidad goza de gran reconocimiento en el país por la calidad de su trabajo. 

También puede encontrarse la experiencia de Rising Tattoo, que intentó ser un espacio conformado por mujeres, pero tras la llegada de la pandemia sus fundadoras tuvieron que cerrar el proyecto. 

«Éramos nosotras a pulmón haciendo las cosas. Era un proyecto autónomo, no había ninguna jefa. Nos juntamos con tremendas ganas de hacer cosas, pero con el tema del COVID-19 se nos hizo imposible pagar la renta y no pudimos continuar con el proyecto», cuenta Santana, una de las cuatro tatuadoras que conformaron el colectivo.

En la actualidad, las cuatro continúan tatuando de forma independiente. Santana no descarta la posibilidad de volver a unirse en un futuro, pero también es consciente de que la situación en el país complica los grandes proyectos. Sin embargo, le queda la experiencia y recalca el crecimiento que les aportó la unión mientras duró.

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En 2007 Claudia se hizo su primera pica con 16 años. Fue un caballito de mar en la pelvis. Para ella el tatuaje era parte del rock and roll y, ante el régimen de sus abuelos que le prohibían escuchar rock y le escondían los pulsos, picarse era una expresión de rebeldía. Sus padres tampoco lo veían bien, pero no le decían mucho.

«Hasta que yo no tuve a Owen (su hijo) con 23 años, cada vez que me hacía un tatuaje nuevo tenía que ser escondida o mis abuelos peleaban. Después que tuve al niño, bueno, qué van a hacer», rememora Claudia como si la maternidad hubiese sido su sello de autonomía.

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