No digáis que, agotado su tesoro, / de asuntos falta, enmudeció la lira; / podrá no haber poetas; pero siempre / habrá poesía.
G. A. Bécquer
Siempre que intento explicarle a un tercero el arte de la hermenéutica jurídica, me apoyo en las reglas de Savigny, pues me parecen harto pedagógicas y acertadas. El jurista alemán Friedrich Karl von Savigny estableció cuatro reglas básicas para la interpretación jurídica: 1. la interpretación gramatical, que se basa en la literalidad y en el sentido que tienen las palabras utilizadas; 2. la interpretación sistémica, que vincula la norma al tipo de derecho en el cual se inserta. Se analiza el sentido de todo el sistema normativo para encontrarle sentido a esa norma en particular; 3. la interpretación teleológica, que subraya la intencionalidad de la norma, el fin perseguido por el legislador; 4. la interpretación histórica, que atiende al origen de la norma, las circunstancias que rodearon su promulgación, para comprender a qué iba dirigida.
El delito titulado «clandestinidad de impresos» regulado en el artículo 210 del Código Penal cubano reza: «El que confeccione, difunda o haga circular publicaciones sin indicar la imprenta o el lugar de impresión o sin cumplir las reglas establecidas para la identificación de su autor o de su procedencia, o las reproduzca, almacene o transporte, incurre en sanción de privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas».
La redacción contiene una serie de oraciones disyuntivas, lo cual a nivel gramatical indica que basta una de las acciones descritas para que se configure el delito. El acusado no habrá de confeccionar y difundir, sino que basta con una de las acciones; asimismo, no habrá de ser omiso en cuanto al lugar de impresión y el autor, basta que omita uno de ellos; y así por ese camino. No obstante, si se interpretase de manera gramatical obviando un análisis más holístico, pareciera un tipo penal dirigido fundamentalmente a proteger editoriales frente a una literatura underground que burle el sistema. Pero la norma no protege editoriales, o copisterías legales frente a furtivos impresores; y para comprenderlo habrá que interpretar el texto sistémicamente.
Esta norma se encuentra en el Código Penal cubano, cuya nomenclatura no es ociosa. Un «código» supone la unificación, en un mismo cuerpo legal, de normas reguladoras de una misma materia teniendo como premisa la conformación de un sistema orgánico. Como características inherentes a los códigos se encuentran la «unicidad de las normas jurídicas […], sistemática adecuada […], interrelación y armonía […]»[1]. Si dicha agrupación de normas no va encaminada a la formación de un sistema, entonces estaríamos hablando de una mera compilación, y no de un código.
Esta armonía es la que indica que la agrupación de figuras delictivas bajo un mismo título no responde a caprichos, orden alfabético o estética, sino a una lógica penal.
El delito invocado se encuentra bajo el título iv «Delitos contra el orden público», el cual engloba una familia bastante irregular. La primera figura delictiva que propone esta agrupación de delitos es «desórdenes públicos», que sugiere que aquel orden se equipara a la tranquilidad ciudadana como valor jurídico —que protege precisamente el derecho a disfrutar de un entorno seguro—. Empero, seguidamente se incluyen en esta familia otros de nombres más insinuantes como «ultraje a los símbolos de la patria», «asociaciones, reuniones y manifestaciones ilícitas», o el recientemente popularizado «difamación de las instituciones y organizaciones y de los héroes y mártires». Es entonces que uno comprende que ese orden público protegido es el statu quo, y que el resto de figuras más mundanas están incluidas en ese título bien para camuflar el verdadero objeto de protección, bien debido a una pobre técnica legislativa.
Lo público es lo que alcanza a todos; el orden, por su parte, es una institución mucho más sagrada de lo que a primera lectura uno pudiese inferir. En modo alguno se refiere a un orden equiparable a civismo, o aquel que protegen los abanderados coleros; no se trata de la yerba que pisan nuestras plantas. El orden se refiere al estado de cosas, al sistema, a la maquinaria, entidad subrayada en la bandera brasilera —«Ordem e Progresso»—, o en el billete estadounidense —«Novus Ordo Seclorum»—, o las propias indicaciones bíblicas: «sométase toda alma a las autoridades superiores, porque no hay autoridad si no parte de Dios, y las que hay, por Dios son ordenadas» (romanos 13:1). Se trata de un título que, en el caso cubano, protege al propio Estado ante quien lo desafíe, es derecho creado para sí —uno de los rasgos del Estado es justamente el poder de crear derecho que obligue a todos—.
El orden público resulta entonces el poder, el sistema; y la clandestinidad de impresos, un desafío a ese orden de cosas, una forma de pensar progresso con otro ordem; una propuesta de un novus ordo, o novísimo ordo, o cuando menos una crítica al existente; un cuestionamiento a la divinidad de ese orden establecido. O así lo interpreta el poder.
Mediante esta interpretación sistémica se comprende entonces que el artículo es de clara censura por motivos ideológicos, y penaliza que se oculte el autor o la imprenta como chantaje estatal, para castigar no solo al que trasmite una idea que disgusta al poder —o que lo enfrenta, o cuestiona—, sino a todo el que pueda colaborar con el atrevido, y por ello ofrece una redacción disyuntiva: «confeccione o difunda o haga circular o reproduzca o almacene o transporte»; no se persigue solo al de la idea censurable, sino a todo el que ayude a propagar esa idea. Es un delito de franca represión ideológica, y ese es el fin teleológico, eso es lo que busca el legislador.
Por añadidura, debido al marco sancionador que posee: «sanción de privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas», corresponde el proceso sumario, tan útil a la maquinaria. Un proceso cuyo principal atractivo para ese mismo orden es lo regulado en el artículo 368 de la Ley de Procedimiento Penal cubano: «En los juicios que se celebren ante los Tribunales Municipales Populares no es indispensable la participación de Defensor. No obstante, el Tribunal lo admitirá si el acusado concurre asistido de él». Esta posibilidad, cuya finalidad originaria fue ofrecerle mayor agilidad al proceso, ha devenido herramienta al poder para disfrazar perretas ideológicas de proceso penal, y enviar mensajes políticos.
La joven historiadora del arte, Carolina Barrero, forma parte de los nuevos atrevidos, de los que exigen y ejercen derechos como si los tuvieran, de los que llevan en sí el decoro de muchos. Por estas razones el poder se resiente, se irrita, y busca soluciones. En el caso de Carolina, la amenaza de iniciar un proceso penal —que en realidad ya ha iniciado, en atención a las acciones de instrucción desplegadas— en su contra, amparados en la impresión clandestina —en tanto descrita como tal en la legislación cubana, amén de la subrepción o no que pretendiese el autor— de una imagen de José Martí con un trozo de su propia poesía. La mayor «Kenia», oficial de la Seguridad del Estado cubana que le trasmitiese a Barrero la posibilidad de encausarla por un presunto delito de clandestinidad de impresos, resulta la personificación de aquella irritada maquinaria; la representante circunstancial de ese poder público cuyo orden pretende perpetuar.
He tenido la oportunidad de ver el impreso cuya «clandestinidad» quiere sancionar el poder, y me parece, en una palabra, martiano. Entiendo, ora por romántico, ora por naïf, que ningún juez querrá imponer una sanción penal a semejante poesía, becquerianamente concebida, ofreciéndole al derecho mayor valor que a la justicia. Entiendo, ora por romántico, ora por naïf, que la mayor «Kenia» lanza un bluff, y persigue un objetivo más táctico que propiamente penal. Pero también entiendo que la acusada/víctima es Carolina Barrero, y por ética y sentido común, jamás le aconsejaría confiar en mi romanticismo o ingenuidad.
En cambio, he de añadir, que si la policía —o instrucción penal, que no es lo mismo, pero es igual— formaliza una acusación por un acto que es poesía, y tamaña aberración cuenta con el aval de un fiscal —pues leo que hay registros domiciliarios y ocupaciones—, me place brindarle públicamente mi corazón a Carolina Barrero, y creerme así que no todo está perdido. Me place decirle que tuve la dicha —pues así lo entiendo— de ser juez, y antes hubiese colgado la toga que deshonrarla por servir togado a otro Dios que no sea Iustitia; y me consta que muchos excolegas la veneran tanto, o más que yo.
La Constitución que al triunfo de la Revolución Fidel Castro prometió reinstaurar (la Constitución del 1940) refería en su artículo 33: «toda persona podrá, sin sujeción a censura previa, emitir libremente su pensamiento de palabra, por escrito o por cualquier otro medio gráfico u oral de expresión, utilizando para ello cualesquiera o todos los procedimientos de difusión disponibles». Esa libertad de expresión, y no la putativa a la cual se refiere Humberto López, es la que teme el legislador con el artículo de clandestinidad de impresos, y es la que teme «Kenia» con su bravata penal. Esa es la que se exige, y no la que interprete restrictivamente algún exégeta del poder.
Cuando el leguleyo López subraya que la libertad de expresión reconocida en el artículo 54 de la Constitución cubana encuentra sus límites en el artículo 45 del propio texto: «El ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes»; insinúa que esta no puede dirigirse a cuestionar el orden que con tanta pasión representa, sin reparar en el sinsentido que supone una libertad de expresión que no puede criticar al poder; tan ridículo como una libertad de movimiento que puede violentar un ministerio tan básico como el del Interior.
Mientras, cuando la maquinaria piensa que arremetiendo contra las figuras más visibles de un movimiento sin programa, pero sin freno, acabará con la poesía, regreso a las rimas de Bécquer: «Mientras se sienta que se ríe el alma, / sin que los labios rían; / mientras se llore, sin que el llanto acuda / a nublar la pupila; / mientras el corazón y la cabeza / batallando prosigan, / mientras haya esperanzas y recuerdos, / ¡habrá poesía!».
[1] Pérez, L. B. (2006). De la codificación civil. En: C. del C. Valdéz, (Coord.), Derecho Civil, Parte general. Editorial Félix Varela, La Habana, p. 2.
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Wanda
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